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Zombis del espacio... Y vampiros - Angela B. Chrysler

Zombis del espacio... Y vampiros - Angela B. Chrysler

Traducido por José Manuel Miana Borau

Zombis del espacio... Y vampiros - Angela B. Chrysler

Extracto del libro

Gotean las gotas de luz dorada en el negro de la noche.

Aria Danes, de diecinueve años, se asomó por encima de la línea garabateada en su cuaderno. La lluvia rodaba por la ventana de la casa móvil, y el naranja de la farola se reflejaba a través de las gotas que rayaban el vidrio. Aria suspiró y miró el reloj. Las dos. Su padre terminaría su turno pronto.

El restaurante siempre estaba muerto a esa hora de la noche.

"Cuesta más mantener las luces encendidas y el personal allí de lo que nunca valió", gruñía a menudo su padre. “Mi padre presumió tener un restaurante abierto las veinticuatro horas durante cuarenta y ocho años, al igual que su padre antes que él. Y eso no iba a cambiar ahora".

Su padre citaba las palabras de su empleador muy bien. Aria se reía y su padre deslizaba la gorra de béisbol sobre su cabeza canosa que empezaba a clarear y, dándole un abrazo a Aria, se alejaba a través del aparcamiento para ir a trabajar.

A Aria le encantaba la casa móvil. Era acogedora, ideal y práctica. Al ser solo ella y su padre y un juego constante de ruedas bajo sus pies, siempre estaban listos para marcharse… si alguna vez pudiesen ahorrar lo suficiente como para desaparecer. Su padre, Richard Danes, era un hombre corriente de cuarenta y tantos, con los pies en la tierra y trabajador. Había pasado los últimos diez años intercambiando mechones de cabello por la sabiduría que se necesitaba para criar a su pequeña familia, que siempre solamente era Aria. Su madre se había marchado hacía años y había muerto, todo antes de que Aria hubiese aprendido a extrañarla.

No se la echaba en falta ya que el señor Danes siempre estaba ahí para ser lo que fuese que Aria necesitase ese día. Su existencia era sencilla y, a los diecinueve años, todo lo que Aria quería hacer era salir de la diminuta ciudad y mudarse a lugares más grandes.

—Ve a la universidad —le gruñía el señor Danes con una sonrisa—. Sé mejor que yo.

Igualando su sonrisa, Aria siempre replicaba:

—Ya soy mejor que tú.

Antes de que pudiese discutir, Aria volvía a sus sueños a través de las canciones de su iPod.

Aria se enderezó hacia la ventana con el golpe repentino en el cristal. A través de las rayas negras y naranjas de la lluvia, su padre le sonría. Aria abrió la ventana.

—Llegaré más tarde de lo que pensaba —dijo el Sr. Danes—. El jefe quiere a todo el personal esta noche.

—¿Esta noche? —se quejó Aria.

—Dice que estará bastante tranquilo, más tarde. Es la mejor temporada.

Aria asintió abatida.

—¿Qué haces aún levantada de todas formas? —preguntó el señor danes.

Aria se encogió de hombros.

—No podía dormir.

—Bueno… —el señor Danes miró hacia el restaurante para ocultar su sonrisa—. Te pareces demasiado a tu padre.

Aria se inclinó por la ventana y besó la parte superior de su cabeza.

—Correcto.—dijo ella—. Buenas noches, papá.

La lluvia se estaba volviendo intensa de nuevo.

—No te vas a dormir, ¿verdad? —preguntó el señor danes.

—Nop —Aria le mostró su sonrisa favorita—. Me parezco demasiado a mi padre.

—Cabezota —dijo él, volviendo hacia el restaurante—. Te veré cuando haya acabado.

La lluvia había comenzado de nuevo y con toda seguridad, se avecinaba un chaparrón.

—Adiós, papá —dijo ella.

El señor Danes se despidió con la mano y, agachado bajo su abrigo, corrió a través del aparcamiento repleto hacia el restaurante.

Aria luchó con la ventana de la casa móvil, que se había atascado de nuevo. Aquella cosa siempre se estaba atascando. El viento ganó fuerza y, justo cuando Aria le pegaba un puñetazo a la ventana para desatascar el marco desalineado, un fuerte silbido atravesó la noche y la lluvia se detuvo repentinamente.

Richard Danes acababa de llegar al final del aparcamiento, donde las luces del restaurante parpadeaban. Miró atrás hacia la casa móvil. Aria se olvidó de la ventana, se asomó a través de ella y ladeó la cabeza para ver mejor el cielo. Estaba demasiado oscuro, como si alguien hubiese absorbido la luz de la luna y las estrellas. Ni siquiera el contorno de las nubes de tormenta era visible en la oscuridad.

—¿Papá? —llamó.

Estupefacto, Richard miró a su alrededor como si tratase de averiguar a dónde había ido la lluvia. Se puso una mano en la cara, atenuando la luz de la farola en sus ojos para mejorar la visibilidad.

—¿Papá? —llamó Aria— ¿Qué está pasand…?

Un agudo segundo silbido silenció a Aria. Se cubrió sus oídos, cayó hacia atrás, estremeciéndose por el sonido mientras yacía acurrucada en el suelo de la casa móvil, junto al comedor plegable.

Con la misma rapidez, el silbido estridente se detuvo y el aguacero continuó.

Aria se puso de pie y miró por la ventana. La lluvia caía como si nada hubiese estado allí momentos atrás, interrumpiendo el aguacero. Todo seguía como antes. Su padre no estaba.

—¿Papá? —llamó Aria a través de la lluvia.

Miró hacia el restaurante. Las luces se habían apagado. Estaba en silencio. Todo estaba demasiado mal. La preocupación se entrometió con sus nervios y Aria se abrazó a sí misma por el miedo que le roía las tripas.

—¿Papá?

Su pulso se aceleró con su creciente pánico mientras se dirigía a través de la casa móvil hasta la cabina del conductor. Al abrir la puerta, Aria estudió el aparcamiento para detectar cualquier señal de vida.

Se movían sombras en la distancia. Aria se esforzó para ver el movimiento ante ella, a través de la lluvia y la noche. Le siguió una especie de gorgoteo distante y antes de que Aria pudiese gritar, una especie de cosa, harapienta y coja, se arrastró por el barro. Sus brazos le colgaban a los lados como trapos.

El hedor golpeó su nariz, y mientras ella abría la boca para gritar, una mano fría la rodeó y le mantuvo la boca cerrada.

—Ni una palabra —le murmuró la voz de un hombre al oído—. Ni un solo sonido.

Sus fríos y delgados dedos acariciaron su mejilla mientras ella aspiraba profundamente el rancio olor de la muerte.

—No sabes lo que es eso, ¿verdad?

Aria asintió. Un mechón de cabello le cayó a la cara.

—¿Lo sabes? El hombre parecía sorprendido. —¿Sabes entonces que hará si te atrapa?

La cosa coja se arrastraba en dirección a Aria, que luchaba contra la mano que la sujetaba. El hombre pasó una mejilla helada contra la de ella y respiró hondo, como si olisquease a Aria.

—Nada abre el apetito como una mujer asustada —dijo.

Un repentino gruñido desde la izquierda forzó al hombre a volverse, colocándose frente a una segunda cosa con forma de hombre que se arrastraba por el barro. Sus brazos también colgaban como trapos triturados. Su hedor penetró en la nariz de Aria. De cerca a la luz de la farola, Aria podía ver los restos destrozados del cadáver podrido. Ella gritó en la mano que tapaba su boca mientras la cosa muerta se dirigía hacia Aria. Sal soltar una risa sedosa, el hombre dio un paso más, llevándose a Aria con él, justo cuando el cadáver andante se abalanzaba. Con un golpe de su brazo, una hoja voló hacia arriba y se llevó la mano del cadáver con ella. El hombre que sostenía a Aria se movió y ella se liberó.

Tropezó y corrió lejos del hombre y del cadáver que se arrastraba y se detuvo en la pared de sombras en movimiento que cojeaba hacia ella. Aún vivo, el cadáver sin brazos silbó al hombre de la espada. Demasiado asustada para moverse, miró mientras el hombre atravesaba con su espada al muerto, llevándose su cabeza con ella.

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