El Puño de la Fe - John Bentley
Traducido por Enrique Laurentin
El Puño de la Fe - John Bentley
Extracto del libro
CAPÍTULO UNO
Ciudad de Cuenca, Reino de España - La Mancha, primavera de 1318
"¿A qué ha venido eso?", se lamentó Albornoz, que por título completo era Gil Álvarez Carrillo de Albornoz. La cabeza le daba vueltas por el duro golpe que le había propinado su hermano mayor, Fernán.
"¡Has hecho trampa! Te dije que contaras hasta veinte antes de abrir los ojos, pero debiste hacer trampa para encontrarnos tan rápido como lo hiciste", respondió Fernán, frotándose la mano dolorida.
"Lo siento, Fernan, pero...".
"¡Muy bien! Y esta vez espera a llegar a veinte. ¿Entendido?"
"Entendido".
Fernan y el otro hermano, Alvar, se escabulleron entre los árboles. El escondite era su juego favorito.
"Uno, dos, tres..." Albornoz contó. "Esta vez tengo que hacerlo bien". El niño moqueó. Tenía ocho años, pero ya entendía los castigos, ya fueran de Fernán o de su padre. Estaba decidido a mejorar su comportamiento, a ganarse sus elogios, no su castigo.
Hasta donde llegaba la memoria del joven Albornoz, sólo recordaba a sus amigos corriendo más rápido, lanzando más lejos y golpeando más fuerte que él. Ganaban carreras, cruzaban el lago rozando las piedras y le sujetaban hasta que cedía en los concursos de lucha libre. Se había acostumbrado al segundo puesto, y eso no encajaba bien con su carácter interior.
No se atrevió a quitarse las manos de los ojos hasta que pronunció "veinte".
"¡Ya voy, listo o no!", gritó y comenzó a buscar a Fernán y Alvar, pero sin éxito.
"¡Me rindo! ¿Dónde estáis?"
Los hermanos bajaron de la rama de un árbol lo suficientemente alto como para que su follaje los ocultara.
"¡Hemos vuelto a ganar!" anunció Fernan en tono burlón. "Pero al menos cumpliste la regla, así que estás a salvo por hoy, hermanito".
"Menos mal", murmuró Albornoz, aliviado por haber evitado otro manotazo. "Ahora me toca esconderme", anunció.
Fernán y Álvar cerraron los ojos, y este último contó: "uno, dos, tres", mientras el menor echaba a correr.
Los tres hermanos no estaban solos. Para los jóvenes de Cuenca, este lugar era el suyo para reír, discutir, llorar y alegrarse a gusto, y todo ello lejos de la mirada entrometida de sus padres en el pueblo encaramado a una peña. Los ríos Júcar y Huécar serpenteaban bruscamente por una estrecha y escarpada garganta. Un valle verde y suntuoso contrastaba con la árida Meseta castellana al norte y al sur, que permitía el crecimiento de pinos, enebros, saúcos y encinas. A orillas de los ríos, las eneas se mecían suavemente al compás de las aguas y los viejos y nudosos sauces llorones ofrecían a las criaturas autóctonas sombra frente al sol estival. La forma grácil y elegante de este último árbol, con sus largas ramas colgantes de color verde claro que se reflejaban en la corriente, creaba un refugio seguro para el castor y el topillo. Ambos ríos se desbordaban regularmente para regar la sedienta vegetación del valle.
Hasta cierta altura de las laderas calizas del desfiladero crecían bosques y arbustos. A un nivel en el que la vegetación cesaba, las aves de rapiña establecían sus hogares en los recovecos y fisuras de la roca. Cernícalos y milanos revoloteaban en las térmicas ascendentes, esperando pacientemente a que un ratón o una musaraña desprevenidos llamaran su atención y provocaran una zambullida mortal. Los polluelos graznaban desde los nidos anticipando el regreso de sus padres, con una sabrosa comida en sus garras.
Un águila real, solitaria e imperiosa, se abalanzó sobre el barranco como surgida de la nada, y su mera presencia bastó para dispersar a las demás aves entre gritos aterrorizados: sabían que no debían intentar dominar a esta dueña de los cielos. Tenía un plumaje marrón dorado y alas anchas y largas, y su pico, oscuro en la punta, se desvanecía en un color cuerno más claro. Sus garras, ganchudas y afiladas, le permitían atrapar liebres, conejos, marmotas e incluso ardillas de tierra. En su majestuosidad, planeaba por encima de las aves inferiores e incluso de la ciudad de Cuenca, eclipsando la escena. Desde su lugar cenital en el cielo, observaba las tierras que tenía debajo: silencioso, veloz, supremo.
Cuando la luz empezó a desaparecer, los niños se reunieron para la última diversión del día: un combate de lucha libre.
"¿A quién le toca hoy?", se oyó decir.
"Creo que debería ser el turno de Albornoz", dijo otro.
"Pero sólo tiene siete años...".
"¡Ocho!", corrigió la elección de los niños. "¡Y yo me enfrento a cualquiera, mira si no!".
Un niño, que por su tamaño y su voz atronadora era evidentemente el líder, se metió en medio de la multitud, agitando los brazos para hacer callar a los espectadores.
"¡Atrás! ¡Atrás y haced sitio!" La orden fue obedecida de inmediato. Continuó.
"Entonces, ¿quién luchará contra Albornoz - y tampoco chicas, ¡no quiero que caiga antes de tiempo!".
Ante esta burla, todos estallaron en carcajadas y mofas.
"¡Silencio! Soy el mayor, así que elegiré... ah... ¡sí!". Señaló a alguien que, aunque tenía más o menos la misma edad que Albornoz, se erguía frente a él, como un gigante, al que le faltaban dientes y tenía cicatrices en la frente.
"¡Sí, tú! Acércate, Ramón".
Se formó un círculo de jóvenes expectantes, y en el centro los dos combatientes se erguían orgullosos, con los hombros hacia atrás. Intercambiaron los primeros golpes, pero evitaron agarrarse hasta que cada uno decidió la mejor manera de enfrentarse al otro. Poco después, y ante los gritos de aliento de los espectadores, se enzarzaron y cayeron al suelo. El chico más fuerte inmovilizó a Albornoz y, mientras los gritos se hacían cada vez más fuertes, le propinó un puñetazo tras otro hasta que el líder intervino para detener la contienda desigual
"¡Basta! Declaro vencedor a Luc".
Ramón levantó los puños hacia el cielo en un saludo triunfal, dejando a Albornoz postrado, con la nariz sangrando, la boca hinchada y un corte sobre un ojo.
Sonó la campana de Vísperas en la catedral y todos supieron que era mejor volver a casa. Una procesión subió los escalones excavados en la roca que conducían a la ciudad. A pesar de que la lucha había terminado, seguían ridiculizando a Albornoz, que caminaba tambaleante por detrás, esforzándose por seguir el ritmo de sus hermanos.
"No has hecho mucho por el apellido, ¿verdad?". ladró Fernan, sin mostrar preocupación ni compasión por su hermano.
CAPÍTULO DOS
Limoges (Lemosín), Reino de Arlés, 1310
En la misma época, el mismo año, pero en un reino alejado de Cuenca, Edmond Nerval se casó con una campesina del lugar, Jamette. A diferencia de Albornoz, Edmond procedía de una familia pobre para la que la religión desempeñaba un papel secundario. Al contrario, el padre del muchacho daba más importancia a los mitos y fábulas, contados por viajeros y adivinos en una lengua que él entendía, que a los hombres vestidos con largas túnicas negras, agitando una cruz brillante y murmurando que "Padre hizo esto" o "Padre dice lo otro".
Vivían en una cabaña de madera de una sola habitación con tejado de césped, en un bosque al norte de Limoges, por un camino sinuoso apenas lo bastante ancho para llevar un carro. Poca gente los visitaba, y Edmond lo prefería así. Era un alma solitaria por naturaleza y desconfiaba de los extraños que pudieran salir de detrás de un árbol y robarle el dinero, que no tenía. De joven, su padre y su madre habían abusado física y emocionalmente de él. No es de extrañar, pues, que abrazara el gen familiar. En su propia vida, no tenía a nadie más que a Jamette a quien intimidar y culpar de sus miserables existencias: pero ella lo aceptaba con una fortaleza indomable. Ella no conocía otra cosa y se sintió aliviada cuando él se comió la cena que ella le puso delante sin burlarse de la comida por no ser apta para cerdos y bebió suficiente aguardiente de la cuba con aros de hierro de la esquina de la habitación como para dejarlo comatoso durante la noche. Sin dinero para comprar vino o cerveza, había recurrido a la práctica común de destilar un potente licor de patatas.
Pasaba de un trabajo mal pagado a otro: limpiaba pocilgas, cortaba leña y vendimiaba en las fincas de la región. Si en una granja le encargaban dar de comer a los cerdos, no veía nada malo en servirse patatas de su comedero. Del mismo modo, cuando volvía a casa caminando por los campos, los granjeros nunca echaban de menos las que él arrancaba y que iban a parar a su saco. Una vieja gitana le había dado una receta, y él preparó los frascos, botellas, cacerolas y filtros de muselina para la destilación en un cobertizo detrás de su cabaña. La mujer también le enseñó a hacer vino pero, aunque en la zona abundaban los viñedos y él trabajaba en ellos con regularidad, no se atrevía a robar uvas. En Limoges se contaban historias legendarias de vendimiadores que se dedicaban a robar fruta de la viña. Cuando eran sorprendidos, llevados ante el tribunal y declarados culpables, el castigo solía ser la amputación pública de la mano infractora. Pocos hombres se atrevían a imitar este crimen: la diferencia entre el bien y el mal era inequívoca a los ojos de la judicatura para un asunto así. Sin embargo, no era tan clara cuando el sacerdocio se veía envuelto en juegos homosexuales o desviaba donativos bienintencionados de la iglesia al cura.
El mercado semanal que se celebraba a lo largo de la calle de la Tour, en pleno centro de Limoges, bullía de actividad. Todo tipo de productos y artículos de ferretería se exponían en puestos muy próximos entre sí, instalados por los comerciantes más ricos, que pagaban un impuesto por el privilegio de su parcela. Los comerciantes más pobres colocaban sus mercancías en el suelo a su alrededor. Se oían gritos en el dialecto local o en lenguas extranjeras que invitaban a los transeúntes a acercarse, inspeccionar, tocar o probar lo que tenían para vender. Verduras, frutas, especias, vino, telas, hilos, sedas, quesos, ollas, sartenes y cuchillos, todo en venta o trueque.
En otra parte, un cerdo atravesado con un asta de hierro de la cabeza a la cola giraba lentamente, suspendido sobre un fuego de carbón al rojo vivo, con un anciano desdentado girando la manivela del mecanismo. Hilvanaba a la bestia con su propia grasa derretida, la mayor parte de la cual atrapaba en un cucharón mientras goteaba, pero saltaban chispas chisporroteantes del fuego cuando se encendían glóbulos de grasa perdidos. Mientras la carne se cocinaba, una mujer con un tenedor en una mano y un largo cuchillo de trinchar en la otra cortaba trozos de carne para colocarlos sobre trozos de pan y venderlos a los hambrientos paseantes atraídos por los gritos de la mujer y el aroma que flotaba por el mercado. Los que no tenían apetito simplemente se paraban a calentarse las manos junto al fuego.
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