La Maldición - Una novela de Roxanne Fosch - Jina S. Bazzar
Traducido por Andrea Ibarra
La Maldición - Una novela de Roxanne Fosch - Jina S. Bazzar
Extracto del libro
Yoncey Fosch era un hombre astuto. Era un Fee (o un Dhiultadh) mixto, ya que su madre había sido una famosa bruja de la Tierra. Era un hombre de muchas cualidades, excelentes atributos. Era rico, habiendo tenido siglos de riqueza acumulada que le habían conferido su abuelo, su padre y su difunta madre. Era ridículamente guapo, habiendo heredado los encantos de su padre de sangre pura y su hermosa madre gitana. Tenía el pelo oscuro que daba ondas suaves alrededor de sus hombros, ojos oscuros rodeados de pestañas gruesas, dándole una mirada romántica de ensueño. Tenía la nariz de un poeta y una boca esculpida. Era alto, ancho, perfilado. Un maestro de espadas invencible. Sorprendentemente preciso con una ballesta. El campeón de arco y flecha del clan, habiendo ganado cincuenta competencias de tiro con arco en las últimas dos décadas. Era un maestro en artes marciales, el sensei de los descendientes de su clan. Incluso era útil con las armas más modernas, aunque no tenía gusto por las armas.
De su madre bruja de la Tierra, había heredado la habilidad de alimentar runas, sigilos y glifos. Aprendió a controlarlos, a impregnarlos de cosas vivas y muertas, a mantenerlos ocultos de los ojos inteligentes. De su padre aprendió a cazar, cambiar, volar y gobernar. Su sabiduría vino de sus padres y de la larga vida que había llevado. Con todo, Yoncey Fosch no sólo era un ser bendito y un producto de buenos genes, sino un poder a tener en cuenta.
Tenía una hermana menor que nadie recordaba, y cuyas circunstancias lo habían mantenido alejado de ella, un medio hermano y media hermana del lado de su padre, junto con una hermanastra del tercer matrimonio de su padre, y una media tía del lado de su madre.
Era líder del clan de la Unseelie Dhiultadh, donde gobernaba con un puño de hierro y un corazón cálido. Era amado por todos y todo, incluyendo los árboles y los animales. Era un hombre carismático de pocas palabras y muchas sabidurías. Pero en la primavera de 1822, Yoncey Fosch era cualquier cosa menos inteligente. Al contrario, era un hombre desesperado y afligido.
Se apresuró a través de la tierra de Sidhe, la tierra prohibida, con un corazón pesado y una necesidad frenética. Los gigantes árboles ondulantes susurraban palabras que no le importaba oír. Tenía un propósito, un mandado tonto. Sí, era consciente del horrendo error que estaba a punto de cometer. Si su madre estuviera viva, nunca necesitaría un favor tan atroz.
Los animales de esta tierra lo conocían, reconocían a un nativo, aunque este ya no era su mundo. Las criaturas de dos cabezas observaron su progreso curiosamente. Animales saltando como conejos se movía junto con él, sus colas largas, cosas reptilianas que le ayudaban a saltar a las ramas altas y a moverse a través de los pabellones con facilidad. Su familiar, una sombra joven a quien una vez le había dado un traidor para comer, se agitó, invisible en su dimensión superior. Fosch sintió su malestar, quiso tranquilizar a su compañero de mucho tiempo, pero estaba demasiado enfermo del estómago, a pesar de que estaba decidido a llevar a cabo esta misión.
Un pájaro de tamaño desproporcionado cantaba una dulce canción en lo alto de la vegetación, otras aves se le unieron rápidamente. Fosch apenas prestó atención, con los ojos fijos en el claro que podía ver al frente. Era una reunión secreta, una condición en la que ambas partes habían acordado. Ya podía ver la silueta del hombre de pie en medio del claro, observando algún pájaro invisible o simplemente el hermoso cielo. El claro, un lugar para el asesoramiento de paz, estaba protegido contra saltos dimensionales, tan seguro contra intrusos o ataques directos como el propio castillo de Seelie.
Fosch emergió en el claro con un paso seguro, un líder guerrero confiado en su lugar, consciente de que no se mostraba nada de la ansiedad y la agitación que sentía. El cielo era un cuenco azul vívido, como nada que hubiera visto en cualquier otro mundo. Si no hubiera sido por el momento sombrío y la alta realeza de Fee con los brazos cruzados a pocos metros de distancia, Fosch se habría detenido a admirar la belleza del cielo y la tierra. Estaba desarmado, era también una condición, una que cumplió con honor. No consideraba a Gongo, su familiar, un arma, sino un amigo. Algo que sabía que Oberon estaba al tanto.
Fosch se detuvo a cuatro pies de distancia del consorte de Seelie. Si se acercara más sería interpretado como un insulto, y Fosch no había pedido que esta reunión se convirtiera en pelea.
Oberon levantó su barbilla arrogante. “Fosch.”
Fosch devolvió la subida de la barbilla. “Oberon.”
Aunque la realeza de Fee parecía un hombre ordinario de tamaño y estatura mediana, Oberon era cualquier cosa menos. Una verdad que podría ser vista por su postura recta, agilidad, y la astucia en sus ojos marrones profundos. O por la espada, porque la habilidad de Oberon era más que excelente. Era un campeón entre los mejores. Fosch había peleado con él una vez en un duelo por ser el mejor espadachín, y horas más tarde tuvieron que cancelarlo porque ambos hombres tenían deberes que atender.
“Vamos a caminar.” Oberon se volteó y se dirigió hacia la línea de los árboles, las manos entrelazadas detrás de su espalda.
Fosch se acercó a él, acortando sus pasos para seguir el paso de las piernas más cortas de Oberon. Ambos hombres pasearon en silencio, sus rostros eran máscaras de calma. Parecían dos colegas dando un paseo por el bosque.
Entraron en el bosque una vez más, viajaron más de un kilómetro y medio a través del crepúsculo verde y pacífico antes de emerger en lo alto de una colina inclinada donde terminaban los árboles. Ambos hombres consideraban esta tierra como la mejor de las artes. La hierba era crujiente, crujiendo debajo de su peso. Una nube solitaria flotando, blanca y pesada, mientras que el sol brillaba incandescente, enfriado por una brisa fragante.
—Rosalinda falleció anoche, —dijo Fosch, palabras de dolor en una tierra de belleza y serenidad. Era casi como una blasfemia para estropear el aire con palabras de tristeza.
Sin dudar, captando la nota de dolor, Oberon inclinó la cabeza, concentrándose en un punto lejano en el horizonte. “Un sujeto del clan? No solo eso simplemente.”
Rosalinda no era solo un miembro del Clan. Ella era la media tía que nadie conocía, así que Fosch simplemente se encogió de hombros. De todos modos, su misión revelaría más de lo que se sentía cómodo en compartir.
Un animal de dos cabezas pasó por la cercanía, lo suficientemente cerca como para ser tocado por Oberon. Siguió el progreso del animal por la colina con su mirada, dándole tiempo a Fosch para componer su petición. Era por lo menos un pie más bajo que Fosch, por lo menos veinticinco kilos más delgado, pero no carecía de ninguna presencia o carisma.
—¿La peste? Oberon dijo.
Si hubiera sido cualquier otro Dhiultadh, Oberon se habría ido, habría considerado que no valía la pena la comodidad del Dhiultadh por su preciado tiempo. Pero Fosch era un hombre de su palabra, leal, honesto, considerado, y un gobernante temible, sin embargo. Son cualidades que no se encuentran fácilmente en tal posición de poder. Una o dos, tal vez, pero no todas a la vez, como Oberon había sido testigo de muchos gobernantes que una vez habían sido leales y justos que se corrompían por su posición de poder. Pero Fosch había sido un líder durante muchos siglos, y sus cualidades permanecieron intactas. Si no fuera un Dhiultadh, Oberon lo habría admirado. Además, era un excelente oponente, uno que Oberon disfrutaba. Si no fuera por la herencia de Fosch, Oberon podría haberlo considerado un amigo. Pero era un Dhiultadh, un rechazado de la tierra de Sidhe, mitad Seelie, mitad Unseelie. O un cuarto de cada uno de ellos, considerando que una parte de él era de bruja de la Tierra.
Oberon había estado de luto por la madre de Fosch, Odra, y su trágica muerte, sintió pasar la pérdida de un buen espíritu. Había ofrecido sus condolencias, y la de su reina, a Fosch en persona.
—Sí, la peste, gruñó Fosch.
Era una enfermedad misteriosa, sus síntomas se manifestaba gradualmente, lo que dificultaba su identificación hasta que era demasiado tarde. Un escalofrío, un rasguño, una tos asfixiante que se curaba tan abruptamente como comenzaba. Una media hora de sueño extra, un vaso extra de agua. Luego estaba la rabia. Primero, sólo comentarios rápidos. Después, discusiones que no tenían sentido. La necesidad de asumir riesgos innecesarios. Después, la oleada de asesinatos que nadie podía detener sin cortarles la cabeza. Hasta ahora, Fosch había perdido once miembros.
—Gerome, —dijo Fosch.
—Ah. ¿Estás seguro? Oberon miró a Fosch por primera vez.
—Durmió un poco más ayer. Se enojó cuando le pregunté al respecto.
—Ah. La palabra de Oberon llevaba un mundo de entendimiento.
Gerome Archer, el medio hermano de Fosch.
Ambos hombres devolvieron sus miradas al cielo azul, contemplando lo que su corto intercambio significaba en un esquema más grande.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Oberon.
—Las piedras de la unión.
Ahora Oberon se volteó hacia él. “¿Deseas desterrar la plaga?”
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