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Profesor Derecho - Jonathan D. Rosen, Amin Nasser

Profesor Derecho - Jonathan D. Rosen, Amin Nasser

Traducido por Natalia Steckel

Profesor Derecho - Jonathan D. Rosen, Amin Nasser

Extracto del libro

Los caimanes se acercaban desde todas direcciones, oliendo sangre en el agua turbia. Más caimanes comenzaron a rodear el pequeño bote, que se balanceaba en el agua. Uno de casi cuatro metros agitó su cola. Un hombre alto y delgado gruñó en el bote que rebotaba; su pelo negro se agitaba por el viento. Era todo sonrisas, a kilómetros de la persona más cercana en medio de los pantanosos Everglades. Así le gustaba: solo él y su linterna.

            “¿Tienen hambre, muchachos? Esta noche tengo una sorpresa para ustedes”.

El hombre abrió la caja que tenía en su bote y sacó medio kilo de pescado. Luego arrojó una gallina muerta al agua. Tomó otra bolsa que contenía sangre animal y la vació por la borda. Se rio ante la escena y susurró: “Vengan a servirse, muchachos. Esta noche será un festín”.

            Los caimanes rodearon a los animales muertos y comenzaron a masticar. Uno se tragó la gallina flotante de un solo bocado rápido.

            “Espera. Espera. ¿Dónde está mi giro de la muerte?”, preguntó el hombre en el bote.

            Dos caimanes comenzaron a pelear por la presa. Un caimán más grande mordió con fuerza a uno más pequeño y comenzó un giro de la muerte, el método utilizado para ahogar a las presas. El hombre echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

            “Buenos muchachos, eso es lo que me gusta ver. Ahora, como han sido tan buenos, les traje algo especial. Aquí está la verdadera sorpresa”.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie se acercaba. Estaba a salvo, ya que solo los animales estaban afuera a las tres de la mañana en los Everglades de Florida. Sacó un cuerpo del bolso y lo lanzó por la borda.

“Que te vaya bien, Natasha. Mejor suerte en tu próxima vida. Si tan solo hubieras aprendido a cerrar la boca... Adelante, muchachos”.

            Cuando los caimanes comenzaron a devorar el cuerpo, el hombre encendió el motor y partió a toda velocidad por el agua. Disfrutaba de la soledad. Mirando las estrellas, estaba feliz de haberse librado de una gran carga. Le tomó casi una hora llegar al lugar donde había dejado el auto y otra hora para amarrar el bote. Miró su reloj. ¡Guau! ¿Ya eran las cinco de la madrugada? Tenía que estar en el trabajo temprano por la mañana. Cinco minutos después, conducía lentamente por la autopista de regreso a Miami. Sabía que no debía exceder el límite de velocidad por la noche, ya que nada les gustaría más a los policías que poner una multa grande. Los policías eran un chiste en esa ciudad. Un pozo negro de incompetencia y corrupción. A él le encantaba. Estaba a cinco minutos de su departamento en Brickell, un lugar de moda cerca del agua, a solo unos minutos del centro de Miami.

            Ya estaba casi en su departamento cuando aparecieron dos estudiantes universitarios borrachos. Estaban cruzando la calle y vieron el bote atado al auto.

—¡Billy! Es un bote. Subamos a esa bestia —propuso uno de los estudiantes universitarios borrachos.

            —Bonito barco —opinó Billy. No podía dejar de reír.

            El conductor bajó del auto mientras los estudiantes borrachos saltaban arriba y abajo dentro del bote.

—¡Oigan, idiotas! Bajen de mi barco. —El hombre medía un metro ochenta y tres, pero era delgado, por lo que, probablemente, los estudiantes universitarios no se sintieron amenazados por su apariencia.

            —Cálmate, hombre. Solo queremos dar un paseo. Está todo bien.

            —¿No tienen nada más que hacer, idiotas? Es lunes por la mañana. ¿No tienen un trabajo o una clase a la que ir? ¿Por qué no consiguen un empleo y hacen algo con su patética vida? Esto es lo que está mal en la sociedad: los jóvenes de esta generación solo quieren divertirse todo el tiempo. No creen en el trabajo duro.

            —Cálmate, abuelo.

Eso hizo que el hombre se enfureciera. Su rostro se puso rojo; cerró los puños.

—Bájense de mi barco. No me hagan pedirlo de nuevo. La luz del semáforo se puso en verde. No quiero que me choquen.

            —No hay nadie en la calle. Relájate, amigo —expresó Billy.

            —Ya fue suficiente. ¡Bájense de mi barco, o les vuelo los sesos! —gritó el hombre. Sacó una pistola nueve milímetros.

            —Tiene un arma. ¡Corre! —gritó Billy.

            Los dos estudiantes universitarios saltaron del bote y cruzaron la calle a toda velocidad.

            —Oooh... ¿Adónde van? Supongo que no son tan rudos una vez que los apuntan con un arma. Corran antes de que cambie de opinión y los mate. —El hombre se ajustó el sombrero negro y los anteojos de sol. Eso les daría una lección a esos imbéciles.

            Volvió a subir al automóvil y llegó a su edificio cinco minutos más tarde. Hora de dormir. Tenía que levantarse en pocas horas. Tal vez debería haber hecho eso el fin de semana pero, bueno, estaba hecho. Entró en el estacionamiento de su edificio de veinte pisos.

Steve Jones caminó hacia su oficina en la Facultad de Derecho de la Universidad Southeastern, ubicada en el sur de Miami. Esa institución privada, ubicada en la soleada Florida del Sur, era la Facultad de Derecho número uno en el estado. Era conocida por su riguroso nivel académico y por tener la tasa de aprobación para la Asociación de Abogados más alta en Florida durante los últimos diez años. La Facultad de Derecho atraía a muchos estudiantes trabajadores que buscaban obtener una educación. Steve estaba más que dispuesto a explotarlos a todos por el honor de trabajar con él. Caminó, casi saltando, por los pasillos mientras planeaba dominar la producción editorial del Departamento. Haría que todos parecieran unos ingratos perezosos en comparación.

De pronto, uno de sus estudiantes de Derecho penal se acercó.

—Hola, profesor Jones.

—Hola. ¿Cómo va todo?

—Estoy bien. Gracias por preguntar, señor Jones.

Doctor Jones. No me sacrifiqué durante el programa de doctorado conjunto para que me llamaran “señor”. Dilo bien.

—Lo siento, doctor Jones. ¿Podría pasar por su oficina hoy para hacerle algunas preguntas?

—Em, sí, de acuerdo. Ven durante mi horario de oficina. Hoy tengo reuniones todo el día.

—¿Cuál es su horario?

—¿En serio? ¿Eres idiota? Se llama “plan de estudios”. Míralo. Memorízalo, maldición. ¿Quieres decirme que perdí el tiempo armándolo? Contiene toda la información que necesitas sobre mi curso y mis horarios de oficina. ¿Has visto que la gente dice que no existen las preguntas tontas? Está equivocada. Sí existe tal cosa, y proviene de gente tonta como tú. Por favor, dime que no harás este tipo de preguntas en un tribunal —terminó Steve de manera inexpresiva.

El estudiante se quedó boquiabierto y, antes de que pudiera responder, Steve se alejó furioso por el pasillo hacia su oficina. Se rio para sus adentros mientras se acercaba a la puerta.

Oyó una voz detrás de él.

—Hola, Steve. —Era otro profesor de Derecho—. ¿Cómo te está tratando el semestre?

—Otro día en el paraíso —respondió Steve mientras miraba a los estudiantes tomar café en el patio.

—No extraño mis días en Boston.

—Ciertamente. Yo tampoco extraño el frío de Nueva York.

—Bueno, también me alegro de verte, Steve. Trata de no ser demasiado duro con los estudiantes hoy.

Steve estaba siendo amable para variar. Se necesitaba verdadero talento para ser el mayor idiota de una facultad de Derecho. Ganaba el premio por lejos.

Abrió la puerta de su oficina. Hogar dulce hogar. Encendió las luces y se dirigió hacia las estanterías, que estaban repletas de libros de Derecho y de Justicia penal. Steve era un ávido lector. En promedio, leía tres libros por semana.

Oyó unos golpes suaves en la puerta. ¡Cielos! ¿Qué querían esas personas? Su trabajo sería genial si no existieran los estudiantes. Tal vez si no respondía, se iría.

Un estudiante volvió a golpear.

—¿Qué? Adelante. —Quería trasladar su oficina a un lugar donde nadie pudiera encontrarlo.

            —Hola, profesor. ¿Tiene un momento?

—¡No! Mi horario de oficina está publicado en la puerta en letra grande. ¿No puedo tener un momento de paz sin que uno de ustedes me taladre el oído con sus problemas? ¡Cielos! Solo lee el libro de texto, haz las tareas y déjame en paz.

Steve fue a sentarse en su escritorio y encendió la computadora. Su oficina no tenía ventana. Las oficinas de primera estaban reservadas para profesores de mayor antigüedad. Steve no podía llevarse bien con la Administración aunque su vida dependiera de ello, por lo que lo habían encerrado en una oficina sin ventanas en el tercer piso de la biblioteca de leyes.

            —Lo siento. Solo tomará un momento —aseguró la estudiante mientras miraba los premios académicos que colgaban en la pared del fondo—. Vaya, tiene muchos títulos.

            La pared, llena de galardones, obligaba a todos en la oficina a mirar los logros de Steve.

            Steve ignoró el elogio, abrió su casilla de correo electrónico y comenzó a leer.

—En serio, algunas personas en esta universidad no tienen nada mejor que hacer que enviar correos electrónicos cada cinco segundos. Borrar. Borrar. Borrar. ¿Qué? ¿Quieren que responda correos electrónicos todo el día, o que haga mi trabajo?

Corazones Protectores - D.S. Williams

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Calor blanco - Simone Beaudelaire

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