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Un Amor Perdido En Positano - D.P. Rosano

Un Amor Perdido En Positano - D.P. Rosano

Traducido por Ainhoa Muñoz

Un Amor Perdido En Positano - D.P. Rosano

Extracto del libro

17 de mayo de 2007

Algunas veces creo que todo lo que tengo de Gaia es un sueño.

Mi mente se halla flotando a medio camino entre el sueño y la vigilia, una sonrisa de júbilo persiste en mis labios y mis pestañas se mueven ligeramente mientras mi yo consciente empieza a emerger.

Entonces mis ojos se abren de repente, la sonrisa desaparece entre el dolor y un montón de cartas imaginarias revolotean ante mí.

* * * * *

Hace tres años me encontraba inmerso en una guerra que había agotado la mayor parte de mi energía, y al parecer, toda mi emoción. Estaba destinado en Afganistán, en la oficina del Departamento de Estado en Kabul, y pasé largas horas traduciendo grabaciones acortadas de conversaciones de pastún y persa, idiomas que había estudiado en la universidad pero que solo dominé una vez que mi vida y mi trabajo dependían de ello.

Desde archivos de audio rayados hasta fragmentos de notas manuscritas, mi trabajo combinaba la actividad monótona del arqueólogo desempolvando una piedra arcaica con el conocimiento seguro de que una palabra o matiz omitidos podrían provocar que alguien muriese. Sabía que pensar adecuadamente podría situar a un hombre buscado en el punto de mira de un avión no tripulado estadounidense, pero una mala conjetura podría aniquilar a una familia inocente.

Pasar largos días informando a mis jefes, quienes a su vez informaban a sus homólogos militares sobre las sutilezas de la cultura y la tradición de los lugareños, era agotador y estimulante a la vez. Sabía que se esperaba que yo tuviese las habilidades tanto de un lingüista como de un agregado cultural, que fuese consciente de las tradiciones civiles y gubernamentales de Afganistán y que tuviese cuidado de no ofender a los poderes militares indígenas. Fue un acto de equilibrio complicado como mínimo.

Pasar mes a mes preocupándome por los egos de otras personas (tanto estadounidenses como afganos) dejaba poco tiempo para preocuparme de mi propio ego. Necesitaba un descanso. Regresar a Estados Unidos todavía quedaba muy lejos, por lo que un rápido descanso y recuperación por Italia parecía ser la mejor manera de reequilibrar mi vida.

Tras dieciocho meses en el puesto no fue difícil obtener periodos cortos de descanso, así que me tomé una semana libre y me dirigí a Positano, en la costa Amalfitana italiana. Había escuchado y leído que este pequeño pueblo de pescadores se había convertido en un lugar de escapada para los amantes de Europa, así que parecía la receta médica perfecta para lo que me afligía.

Llené la mochila con ropa limpia y después tomé mi ordenador portátil y mi teléfono satelital. Levanté el ordenador, lo miré con resignación y lo volví a poner en el cajón del escritorio, contento de haber cortado el cable que me unía a este. No tuve tanto éxito con el teléfono satelital ya que sabía que no podía estar completamente desconectado del puesto de trabajo.

Un conductor que llevaba un camión polvoriento de la central me llevó al Aeropuerto Internacional Hamid Karzai, a las afueras de Kabul, donde me trasladé fuera del país en un vuelo militar. Otra parada y otro avión, y llegué a Roma en un vuelo comercial que aterrizaba en el Aeropuerto Leonardo da Vinci. Pensé a medias en pasar una noche allí, pero el ruido del ajetreo me recordó aquello de lo que estaba intentando escapar. En su lugar tomé un tren italiano a Sorrento, desde donde me trasladé una vez más, esta vez en un pequeño taxi sin aire acondicionado para viajar hasta Positano.

Cuando el coche abandonó Sorrento el paisaje se suavizó y la larga franja de asfalto que tenía por delante me brindó tiempo para relajarme y comenzar a restablecer mi mecanismo interno a una velocidad más lenta. No mucho más tarde, el taxista se adentró en una estrecha y sinuosa carretera que acariciaba la cima de la montaña que se elevaba a alturas invisibles a mi izquierda así como la montaña a mi derecha desembocaba en el mar enseguida. Aquello no era exactamente un territorio de cabras montesas pero a veces deseaba que el conductor redujese la velocidad y evitara que los neumáticos chirriaran cuando transitan por curvas mortales.

Estábamos en la Via Pasitea cuando, de repente, el coche se detuvo y el conductor salió disparado a buscar mi mochila al maletero. A mi izquierda había una larga fila de tiendas y cafés de una sola planta; a mi derecha, una pendiente hacia el mar Mediterráneo. No pude divisar mi hotel, así que le pregunté al conductor:

“Dov’é la Casa Albertina?”

El conductor señaló una entrada estrecha entre dos de las tiendas y vi una serie de escaleras de piedra que bajaban y subían la cuesta.

Recuperé la mochila, me metí entre las tiendas y comencé la subida al hotel. Fue un poco difícil, pero cuando llegué arriba y miré por encima del hombro, la escena que tenía ante mí me impresionó. El mar Mediterráneo brillaba debajo y a lo largo de millas sin fin hasta el horizonte. El cielo azul y los tejados multicolores de los edificios a mi alrededor y debajo eran la prueba suficiente de que había elegido el lugar adecuado para mi descanso y recuperación.

Después de registrarme en el hotel con la recepcionista sonriente, me retiré a mi habitación. Lanzando la mochila sobre la cama y abriendo las cortinas, observé el paisaje que sería mío durante los próximos cinco días. Todas las habitaciones de Casa Albertina tenían un balcón privado con varias sillas y una mesa pequeña. Tiré de los picaportes de las enormes puertas con ventanas y salí a lo que parecía una fantasía mediterránea. El balcón daba a la playa, situada cientos de metros más abajo, y a la ciudad que rodeaba la cúpula verde y dorada de la iglesia local, Chiesa di Santa Maria Assunta.

Aquella fue una introducción impresionante a la vida en Positano y, por un momento, no podía creer que realmente estuviera allí. Fue incluso mucho más fascinante de lo que contaban las descripciones románticas del lugar. Me apoyé en el bajo muro de piedra que rodeaba mi balcón, queriendo memorizar el paisaje y hacerlo parte de todo mi ser, algo que podría llevar conmigo a Kabul.

La idea de la guerra, el trabajo del Departamento de Estado y la propia Kabul invadieron mis pensamientos por un momento. Luego volví a Positano confirmando mi plan de estar aquí y no allí, al menos durante este periodo breve.

Disfruté de una cena sencilla en la terraza del restaurante del hotel. Dada su cercanía al mar, mi primera comida tenía que ser algún tipo de pescado. Tras preguntarle al camarero qué era lo bueno («Tutti», respondió, con un típico encogimiento de hombros italiano, «todo») me decidí por un plato de fideos finos y carne de cangrejo, una especialidad de la costa Amalfitana. Los exquisitos fideos estaban cubiertos con mantequilla ligeramente salada y la carne de cangrejo era escamosa y también estaba cubierta con una salsa de mantequilla. Aunque la ración parecía grande cuando llegó a mi mesa, me sorprendí al terminarla rápidamente.

Recostándome perezosamente en la silla, tomé un sorbo de la segunda copa de vino blanco que trajo el camarero. Normalmente prefería el vino tinto, pero el plato pedía algo más suave y fresco, por lo que la taberna Fiano di Avellino era la combinación perfecta. Durante un rato me relajé disfrutando de los momentos que se acercaban al atardecer. Con el aire puro y las fragancias dulcísimas de los limoneros que rodeaban el hotel, contemplé el sol mientras se ponía en el mar, dejando un resplandor amarillo anaranjado en el horizonte.

Un poco de vino, el aroma de la buganvilla… ¿cómo no relajarse en aquel momento?

Tomé un sorbo del vaso y dejé que el líquido frío se deslizara por mi garganta. Dejando el vaso sobre la mesa, levanté la vista y observé que, mientras la puesta de sol se apoderaba de mí, no había advertido la presencia de la joven que se apoyaba en la barandilla de piedra de la terraza, mirando al mar, de espaldas a mí.

El largo cabello castaño le caía sobre los hombros bronceados, visibles en el vestido verde, rosa y azul que llevaba. Exhaló un largo suspiro e inclinó la cabeza hacia atrás para observar el cielo que se oscurecía lentamente en la luz tenue. Se dio la vuelta, miró en mi dirección, y, por un breve segundo, sonrió un poco. Después cruzó tranquilamente las piedras a zancadas hasta una pequeña mesa en el extremo de la terraza.

Un camarero apareció detrás de ella llevando una bandeja con una copa de vino blanco, un cuenco de aceitunas y una cesta con pan. Pude escucharlos hablar italiano, aunque parecía no ser la lengua materna de la mujer.

“Efcharistó” salió de su boca, confirmando que no era italiana.

¿Pero qué idioma era ese?

Su atención estaba puesta sobre el vino y las aceitunas, pero la mía estaba puesta sobre ella. Su tez era suave y ligeramente bronceada, como los hombros tonificados que sostenían las delgadas tiras de su vestido. Su cabello castaño oscuro tenía un corte simple y liso, pero lucía largo y sus piernas esbeltas se estiraban bajo la mesa en una postura lánguida. Sus dedos largos y finos rodeaban la copa de vino mientras se la acercaba a la boca. No pude ver sus ojos desde mi posición, pero mi imaginación llenaba con avidez los detalles.

Me sentí como un voyeur mirando furtivamente en su dirección, pero estaba cautivado por ella y no pude resistirme. En un momento se agachó para colocar la hebilla de sus sandalias, inclinándose en mi dirección, y cuando se sentó de nuevo volvió a mirar hacia donde estaba yo. Esta vez, su sonrisa duró un segundo más, lo suficiente para provocarme un escalofrío agradable.

“Buon giorno” pronuncié en su dirección, todavía sin estar seguro de su nacionalidad o idioma.

“Hola” respondió en un inglés sencillo. ¿Sería norteamericana? Pensé en preguntarle si “venía mucho por aquí”, pero hice una mueca por mi propia falta de originalidad. Aún así, estaba desesperado por mantener la conversación y no tenía ni idea de qué decir después.

La joven hizo esto un poco más fácil al continuar mirando en mi dirección, lo que también me puso algo nervioso. Nunca fui partidario del camino fácil, y las escasas habilidades que tenía en este campo me abandonaron ahora.

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