Un Solo Suspiro - Amanda Apthorpe
Traducido por Nahir Seijo
Un Solo Suspiro - Amanda Apthorpe
Extracto del libro
Melbourne, Australia
El techo del camarote era tan bajo que se podía medir la distancia entre él y mi cara con el palmo de una mano grande. Una fría luz proveniente de la cabina del baño rebotaba en las paredes y se reflejaba en los paneles sobre mi nariz. Alguien había rascado el punto donde se unían, como hacen los niños con las costras. Con cada sacudida del ferri, el humo del combustible se colaba por los orificios.
No se oía nada en la litera inferior. Supuse que mi hermana estaría durmiendo plácidamente, pero necesitaba que me reconfortase con su entusiasmo. En el espacio del que disponía, retorcí el cuerpo de forma que mi cabeza y torso colgaron del borde de la litera.
—Madeleine. ¿Estás despierta?
Se oyó un ligero gemido y el sonido de los muelles del catre chirriando cuando se dio la vuelta.
—¿Qué pasa? —bostezó somnolienta.
—¿Qué hacemos aquí, Mads?
No hubo respuesta, solo un ligero ronquido. Volví a mi posición anterior para mirar de nuevo el techo con las uniones deterioradas. Un perro ladró en un camarote en algún punto alejado de la cubierta.
En la oscuridad de lo que yo temía que se iba a convertir en nuestra cripta acuática, dudé de la sensatez de este viaje.
Capítulo 2
Todo empezó con la llegada de la primera carta. Recuerdo aquel día con un halo de suaves matices otoñales. Debía de hacer calor, porque estaba sentada en el patio leyendo el periódico. Levanté la mirada al llamar mi atención el tono de voz de Madeleine.
El aire parecía resplandecer entorno a su cuerpo fuerte y firme según se iba acercando a mí. Mi mermado cuerpo habría cortado ese aire como una hoja sin afilar. Tenía el brazo alzado como si fuera a arrojar la carta, se agarró a la mesa de hierro fundido y su cara reflejaba una preocupación que me resultaba familiar. Cuando la cogí, comprobé que mi nombre y mi dirección estaban escritos con tinta china y una caligrafía antigua. Se sentó mientras yo abría el sobre. Contenía una hoja de pergamino doblada. Al abrirla, una pequeña piedra tintineó al caer sobre la mesa.
—¿Qué pone? —Madeleine señaló la nota y se acercó con el gesto protector que había adoptado en los últimos meses. Cogió la piedra y la manipuló con los dedos.
En el centro de la página había algo escrito en otro idioma.
—No está en inglés —dije, y se la pasé. Intentó pronunciar lo que parecían tres palabras y se encogió de hombros mientras me la devolvía. La estudié con más atención.
—Podría ser griego. —El sobre estaba boca arriba y observé el sello—. La han enviado desde Cos —dije.
—¿Desde dónde?
—Una isla griega cerca de la costa turca.
Mi hermana respondió con un brillo en la mirada. Le entusiasmaba el misterio, cualidad que la había llevado a vivir más aventuras de las que yo podría llegar a imaginar. Cogí la piedra y la sujeté con una mano bajo la mesa. Volví a leer el periódico, fingiendo que no me interesaba la carta, aunque en realidad sentía un temor íntimo.
—¿Qué piensas de ella, Dee?
Alcé la cabeza y la miré a los ojos.
—Seguramente será otra carta de odio.
Cogió el sobre y parecía como si estuviese calibrando el peso de las palabras con un ligero movimiento de la mano.
—No lo creo —dijo—, es diferente a las otras. ¿Por qué ponerse enigmático para odiar a alguien?
—Bueno, no le des muchas vueltas —añadí, echando una ojeada rápida al periódico con una rotundidad que ponía de manifiesto mi condición de hermana mayor. La palma de mi mano palpitaba en torno a la piedra.
*****
Esa noche me desperté a las dos y veinte. Mi madre me había dicho una vez que esa era la hora en la que era más probable morir. La había creído, pero durante los años en que practiqué la medicina no encontré ninguna evidencia, si bien es cierto que mi trabajo solía estar relacionado con el delicado inicio de la vida. Recientemente había tomado consciencia de que el comienzo y el final de la vida dependían de un solo suspiro, como si el resto transcurriera durante su pausa.
Me había despertado otro sueño, cuyo recuerdo todavía resonaba. Permanecí bajo las mantas durante un rato, permitiendo que se filtrara.
Había un hombre tendiéndome la mano. Unas serpientes se retorcían por sus pies, deslizándose desde una reducida veta de color rosa que había en un pedestal de mármol. Yo lo observaba fascinada primero; luego horrorizada, al darme cuenta de que no se trataba de mármol sino del cuerpo sin vida de una mujer. Las venas de color rosa se volvieron azules. Me giro al notar otra respiración y veo a una mujer con trenzas: «¿Quién eres?», pregunto. Está a punto de decir su nombre…
A eso de las tres y media me serví la tercera taza de té. Si yo fuera Madeleine, para aliviar la ansiedad hubiera tomado mantequilla de cacahuete a cucharadas. Tuve ganas de llamarla, pero me contuve. Además de por la hora que era, porque no podría soportar el análisis que haría de mi sueño, y sospechaba que ya sabía parte de lo que me diría: la serpiente era mi energía kundalini despertando por fin. Teníamos formas diferentes de pensar, pero lo que me hacía permanecer en la mesa, aspirando largas bocanadas de vapor de té, era que Madeleine y yo coincidiríamos en el significado de la mujer muerta.
A las cuatro, se extendía ante mí un periódico que había guardado hacía dos semanas. Sabía lo que contenía, pero no lo había abierto hasta ese momento. En la página cinco vi el pequeño artículo, las esquirlas de mi vida recopiladas en unas cien palabras. Básicamente ponía: Veredicto no culpable; restituida la integridad profesional; el demandante, luchando por conciliar el nacimiento de su hija y la muerte de su esposa; la esposa… fallecida de forma inesperada.
Releí el artículo y pronuncié en voz alta el nombre de la esposa, Bonnie, como un mantra. Ojalá no tuviera un nombre, para que fuese menos doloroso.
Exonerada de toda culpa, hizo todo lo posible… Pero las palabras no me reconfortaban en absoluto.
«¡No fue culpa tuya!», había dicho Madeleine con expresión desesperada por el miedo a que sufriera una crisis nerviosa.
¿Cómo se supone que debe alguien asumir su implicación en la muerte de otro?
Apoyada en la vieja mesa de roble del comedor, una de mis piezas favoritas del ajuar que abandoné cuando se fue Julian, me levanté y, física y mentalmente dolorida, me dirigí hacia la estantería. Una amiga bien intencionada me había recomendado anotar mis pensamientos sobre la muerte de Bonnie, como una especie de terapia. Seguí su consejo en la búsqueda de cualquier cosa que suavizase el dolor de lo sucedido y de la demanda interpuesta contra mí por el marido de Bonnie.
Saqué del bolsillo el sobre que había llegado ese día. La piedra cayó en mi mano al coger la nota. A pesar de no entender lo que decían, las palabras me hicieron sentir incómoda. La introduje entre las páginas del diario. Saqué mi joyero del cajón del escritorio. Dentro había pocas cosas, aparte de un collar de perlas y un escarabajo de jade (regalo del viaje a Egipto de Madeleine). Antes de meter la piedra con ellos, la estudié sobre la palma de la mano. No tenía más de dos milímetros de grosor, pero se notaba fría en el calor de mi mano. No era mármol ni cuarzo y tenía una fina veta de color rojo óxido que le proporcionaba un tono rojizo.
A las cinco, ya más tranquila (ya fuera por el té o por el agotamiento), volví a meterme en cama. Conseguí dormir sin soñar nada y durante más tiempo de lo que había dormido en meses. Al despertar, me quedé bajo las sábanas, como había hecho tantas mañanas desde la muerte de Bonnie.
Descansada, empecé a sentirme inquieta en seguida y con el entusiasmo por comenzar el día que solía sentir en el pasado. Me duché con una motivación y me entraron muchas ganas de tomar un café y un cruasán en Chapel Street, algo que no había hecho en mucho tiempo. El ruido de la puerta al cerrarse tras de mí sonó aprobatorio.
Al llegar a mi cafetería habitual, pasé junto a las mesas de la acera; el frescor del otoño empezaba a colarse entre los dedos de mis pies. Sentada junto a la ventana, miré hacia fuera, arrepintiéndome de haberme perdido el calor del sol y los días apacibles y calurosos que habían transcurrido ese verano mientras yo apenas había salido de casa.
Deb se acercó sonriente a tomar nota.
—Hacía tiempo que no te veía, Dana. ¿Has estado fuera?
—Sí —mentí sin decir nada más. No preguntó.
—Qué suerte. A mí me vendría bien un descanso… quizás en las islas griegas —me susurró al oído antes de irse para atender a una pareja que acababa de entrar.
Poco después, me encontré a mí misma en la sección de viajes de una librería, buscando una guía de Grecia. Lo poco que sabía de Cos venía de Kym, mi frutero, a quien se le llenaban los ojos de lágrimas cuando hablaba del hogar que había dejado atrás hacía veinte años. Según su descripción, era un sitio hermoso, como lo es tu hogar cuando estás lejos y sientes nostalgia.
No había nada de Cos en concreto, pero echando un vistazo a una guía de Lonely Planet lo encontré. «… la tercera isla más grande del Dodecaneso… a cinco kilómetros de la península turca de Bodrum…». Ojeé su historia. «Hipócrates, el padre de la medicina, nació y vivió en la isla». Hipócrates.
Noté un pequeño dolor en mi plexo solar que no sabría decir si era físico o emocional. Recordé lo orgullosa y conmovida que estaba cuando hice su famoso juramento, concretamente la frase: «Y me serviré, según mi capacidad y criterio, del régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero me abstendré de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar. Y no daré ninguna droga letal…».
Apareció ante mí la cara afligida y suplicante de Bonnie y volví a sentir la conmoción de la primera carta de odio que me llegó tras su muerte: «MALIGNA. ASESINA».
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