Asesinato A La Luz De La Luna - Una Colección De Relatos Cortos - Diana Rubino
Traducido por Natalia Steckel
Asesinato A La Luz De La Luna - Una Colección De Relatos Cortos - Diana Rubino
Extracto del libro
Un proyectil de mortero cayó al suelo y explotó. Un destello cegador encendió el cielo nocturno, e iluminó cinco rostros sorprendidos dentro de la vieja granja.
El segundo proyectil impactó directamente, e hizo temblar la casa hasta sus cimientos. Mientras los escombros se esparcían por todas partes, la fuerza explosiva astilló la mesa de madera. Mapas, documentos, libros y ordenadores volaron por la habitación.
Los hombres se apresuraron a buscar sus armas; todos, menos Hani Terif, quien buscó frenéticamente un objeto vital entre los escombros.
«¡Déjame encontrarlo, por favor!», suplicó.
Mientras rebuscaba entre los trozos de madera, papel, plástico fundido y metal, su entrenado oído distinguía cada sonido; incluso por encima de sus propias armas, que escupían y tosían. Los morteros se disparaban en la distancia. Los proyectiles rechinaban por encima del sonido ronco de los rifles automáticos de fabricación estadounidense. Cuando las ametralladoras de calibre cincuenta parecían hacer gárgaras con los disparos, él se quedó helado. Eso significaba una cosa: comandos israelíes; demasiados para luchar contra ellos. Debían escapar ya, o enfrentarse a una muerte segura.
Con sus anticuadas armas rusas y sus limitadas municiones, él y sus compañeros de Infiltración Mortal no tenían ninguna posibilidad contra sus atacantes. Los comandos israelíes (los soldados mejor entrenados de ese lado del mundo) se acercaban rápidamente. Los hombres de Hani, con una esperanza de vida posiblemente reducida a un puñado de segundos, se abrieron paso, gateando, arrastrando sus piernas heridas o cojeando, con los brazos colgados de los hombros de sus compañeros.
—¡Reúnanse conmigo en la casa de seguridad de Infiltración Mortal, en las afueras de El Cairo, en dos semanas! —ordenó Hani a sus hombres—. Detendré al enemigo el mayor tiempo posible.
Los misiles retumbaban sobre su cabeza en una espantosa andanada. Sus músculos se tensaron. Sabiendo que nunca oiría el disparo que lo mataría, se estremeció. Los demás salieron hacia la noche, al amparo de sus disparos de ametralladora. Las balas israelíes pasaban zumbando alrededor de sus pies. Él siguió escudriñando la habitación en busca del valioso Corán. Finalmente, sus agudos ojos lo vieron metido bajo una esquina de la alfombra. Agradecido por su aguda vista, saltó por la habitación para tomar el pequeño libro forrado en cuero.
Huyó del edificio cuando una explosión lo hizo saltar por los aires. Al ver a sus compañeros de armas convertidos en fragmentos de hueso y manchas de sangre, Hani se dio cuenta de que era el único superviviente.
El 747 de British Airways se dirigía a Londres con su carga de turistas estadounidenses, visitantes británicos ansiosos por volver a casa, viajeros inquietos que volaban por primera vez y una agradable tripulación. El grupo de Lassiter Tours viajaba en clase turista; seis estadounidenses de distintas edades y procedencias, a punto de embarcarse en su viaje relámpago por Egipto.
Acomodado en un asiento de ventanilla, el doctor Lawrence Everett, profesor de Estudios del Patrimonio, en la Universidad Estatal de Plymouth, leía una tesis en su iPad. Sentada junto a él, su mujer, Janice, articulaba en silencio un Ave María con un rosario entre los dedos.
El profesor Everett notó la cabeza inclinada de su esposa.
—Cariño, ni siquiera hemos despegado. —Por si acaso, echó mano de la bolsa forrada de plástico que había en el bolsillo del asiento delante de ella.
—¡Vaya, por fin nos movemos! —Jeff Sullivan, el pasajero a la derecha de Janice Everett, le dio un codazo—. Ahora estamos de camino a nuestra primera parada por combustible: Heathrow, Londres —dictó en una grabadora digital—. Desde allí seguiremos hasta El Cairo, Egipto. El origen de todo el genio conocido por la humanidad...
Al otro lado del pasillo, en los tres asientos centrales, estaba la familia Russo, nacida en Brooklyn: Dominic, de barriga amplia; su esposa, Anna María, preocupada por la salud; y su hija, Carmella, de veintidós años, que leía Yoga Journal. Ese viaje era una celebración de la segunda oportunidad de Carmella en la vida.
El avión se adentró en las nubes, a punto de dejar su estela a lo largo del Atlántico.
El grupo de Lassiter Tours llegó a El Cairo Hilton a tiempo para una cena tardía. Tras la comida apresurada en el restaurante del hotel, llegó el guía turístico.
—Buenas noches. Soy Yasar Massri. Soy estudiante de arqueología egipcia y seré su guía durante las próximas dos semanas. —Los viajeros se reunieron en el vestíbulo del hotel mientras Yasar les explicaba brevemente la historia de Menfis, su primera parada a la mañana siguiente—. Por favor, estén aquí en el vestíbulo a las ocho y treinta para subir a nuestro autobús —pidió para terminar su perorata de instrucciones—. El desayuno se servirá a las ocho.
Mientras la multitud se dirigía a los ascensores, Carmella se acercó a Yasar, que estaba entrando en el salón.
—Pareces todo un erudito sobre el mundo. —Soltó las palabras sin aliento por la emoción—. Estoy deseando ver Egipto.
—Supongo que nunca has estado aquí antes. —Se acercó a ella, acortando la respetable distancia.
—No, nunca. Este es un viaje muy especial para mí. Una verdadera celebración. Siempre me ha fascinado la historia egipcia y el misterio de las pirámides: cómo están construidas con tanta precisión, alineadas con las estrellas. Ciertamente, tienen una historia de la que estar orgullosos.
Él mostró una amplia sonrisa.
—Bueno, gracias. Estamos orgullosos.
—Siempre que viajo, me aseguro de conocer a los lugareños. Especialmente, a los guías turísticos. —Ella hizo una pausa para provocar un efecto… y para tomar aire—. ¿Te gustaría sentarte en el salón y hablar un rato? Incluso tomaré notas. —Sacó su iPad del bolso para mostrárselo.
—Será un placer. —La condujo al salón, donde tomaron asiento en una acogedora mesa de la esquina. Él pidió una cerveza, y ella, un zumo de naranja—. Hablando de historia, mira esto. —Sacó un pequeño libro de cuero del bolsillo y se lo mostró.
Ella se quedó mirando con asombro mientras él se lo colocaba en la palma de su mano.
—Es tan antiguo y frágil... ¿Se encontró en la tumba de un faraón o algo así?
Él rio por lo bajo.
—No, es un Corán. Lo compré en una subasta esta mañana. De alguna manera, sobrevivió a una batalla entre comandos israelíes y terroristas en la antigua granja de Bishara, hace unos meses.
Ella lo abrió y pasó un dedo por el interior de la cubierta.
—Está tan desgastado y... ¿qué es lo que está escrito aquí?
—No estoy seguro. Tengo que estudiarlo más de cerca. —El camarero les sirvió las bebidas. Yasar dio un sorbo a su cerveza.
—¿Pagaste mucho por él?, si no te importa que te lo pregunte. —Lo abrió en una página al azar y recorrió con la mirada la antigua escritura extranjera.
—Unos cien dólares estadounidenses. Los otros postores habían sido curiosos del pueblo, demasiado asustados por los terroristas de Infiltración Mortal como para pujar siquiera por los pocos objetos intactos. Como si fueran a matar por los restos de su chatarra —expresó riendo.
—Bueno, ciertamente, es algo que hay que atesorar. —Ella sostuvo el precioso objeto entre dos dedos y lo puso en las manos de él.
—Sé que me protegerá de cualquier daño. Suena supersticioso, pero ese es el sentimiento que tengo sobre él, desde el momento en que lo vi. —Lo abrazó y se lo llevó al corazón.
Carmella sonrió.
—Oh, lo sé todo sobre eso. Nadie es más supersticioso que los italianos de otra época. He visto a ancianos echar el Malocchio, el mal de ojo, cuando tienen algo contra alguien. —Lo señaló con el dedo índice y el meñique.
—Espero que eso no signifique que me lo hayas echado a mí. —Se protegió el rostro con su Corán, riendo.
—En absoluto. —Ella rodeó su vaso con la mano—. Nunca le deseo el mal a nadie. Es un mal karma. Lo sabes todo sobre eso, ¿no?
Él asintió con la cabeza.
—Oh, sí. Respeto a Dios, lo adoro y le temo. Y le temo a su ira. Si lo llamas karma, que así sea.
Eso le produjo un escalofrío a ella.
—Hablemos de algo agradable, como la historia de ustedes. No puedo esperar a ver las pirámides y todos los artefactos antiguos.
Pasaron la velada charlando sobre historia, arte y libros. Ella perdió la noción del tiempo.
«Qué tipo tan agradable —pensó ella, volviendo a su habitación de hotel—. Espero que esté en Facebook. Vale la pena conocerlo mejor».
A la mañana siguiente, un autobús esperaba frente a la entrada principal de El Cairo Hilton mientras Yasar apuraba a los turistas estadounidenses a terminar su desayuno:
—Ahora debemos subir al autobús, amigos. Es hora de salir.
Mientras todos terminaban el café de un trago y se apresuraban a salir por la puerta, Dominic Russo envolvió los croissants restantes en una servilleta y se los metió en el bolsillo con paquetes de jalea. El autobús arrancó y se dirigió hacia Menfis, aunque se detuvo brevemente para que Yasar y el conductor pudieran ponerse de cara a la Meca y rezar. Yasar no sería el único musulmán a bordo y se esperaba que todos atendieran la llamada a la oración.
Multitud de turistas rodeaban la enorme estatua de Ramsés II, tumbada de espaldas dentro de una estructura parecida a un cenador. El teléfono móvil de Yasar sonó, y él miró la pantalla.
—Por favor, permanezcan juntos, amigos, volveré en un momento —indicó al grupo. Se fue corriendo a atender la llamada. Los turistas siguieron contemplando la estatua y el cartucho (el diseño de forma rectangular con el nombre de Ramsés en jeroglífico). Al cabo de diez minutos, solo Carmella se dio cuenta de que Yasar no había regresado.
—¿Dónde está Yasar? —Una punzada de miedo la atravesó. Sabía lo peligroso que era Oriente Medio. Habían hecho ese viaje en contra de la advertencia del Departamento de Estado de mantenerse alejados. Sus ojos se movían de un lado a otro mientras salía corriendo y se bajaba las gafas de sol, buscando al guapo guía turístico.
Momentos después, apareció un policía con algo en la mano. Sus ojos entrecerrados escudriñaron a la multitud. Para su creciente horror, Carmella vio que sostenía un distintivo amarillo brillante de un grupo turístico. El corazón se le subió a la garganta cuando el agente vio la placa a juego que llevaba Carmella en el pecho. Ella tambaleó y estuvo a punto de desmayarse cuando el agente se acercó a su grupo.
—Damas y caballeros —tartamudeó en un inglés vacilante—. Su guía turístico, Yasar... está muerto.
Carmella rompió a llorar. Dominic Russo cerró la mandíbula sobre el croissant que había estado masticando. Janice Everett dio un grito ahogado y se arrodilló para rezar.
Dominic se acercó al policía.
—¿Cómo murió?
Jeff Sullivan buscó su grabadora digital en el bolso.
—Aparentemente, fue un envenenamiento.
—Es esta agua... el agua de aquí, ¡nos dijeron que no la bebiéramos! —Anna María Russo se metió en la boca dos pastillas de vitamina C.
—Señora, el agua de aquí es veneno solo para los extranjeros —explicó el oficial—. Yasar era egipcio.
—¡Entonces, fue la maldición del faraón! —gritó Janice Everett, apretando las cuentas de su rosario desgastado.
Paralizada por la conmoción, Carmella siguió al grupo hasta el autobús, y se sentó en un silencio aturdido durante todo el camino de vuelta a El Cairo.
Solo había pasado unas horas de su vida con Yasar, pero había disfrutado mucho de su compañía. Un pensamiento repentino la hizo estremecer: él había estado tan seguro de que el pequeño Corán lo protegería de cualquier daño...
¿Acaso ese libro andrajoso estaba maldito de alguna manera? Se sacudió el horrible pensamiento de su mente. Eso sí que era una superstición de otra época.
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