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Monstrosity - Relatos de Transformación - Laura Diaz De Arce

Monstrosity - Relatos de Transformación - Laura Diaz De Arce

Traducido por Celeste Mayorga

Monstrosity - Relatos de Transformación - Laura Diaz De Arce

Extracto del libro

Podía ver las pequeñas imperfecciones en sus tatuajes de la espalda desde este ángulo. Uno era una paloma grande y grisácea que rodeaba un cráneo alargado. El ojo de la paloma estaba un poco raro, y pude ver mejor su irregularidad mientras respiraba. Su amigo se lo había hecho en la parte trasera de un garaje. Dijo que representaba cómo la vida era corta o alguna mierda así. Siempre me alimentaban con estupideces así y yo me las comía.

La luz entraba en lo alto de este motel de mierda. Él todavía estaba desmayado por la cerveza barata y el whisky que había comprado en la gasolinera anoche. Me levanté y me puse su camisa.

Apestaba a él, a su sudor seco, a cerveza derramada y al polvo del desierto. Tan solo ayer mismo, encontraba ese olor atractivo, pero estaba perdiendo su brillo. Ahora olía a repugnancia, un sustituto asqueroso de un cuerpo que se derretía frente a mí.

Sabía que a él le gustaba cuando me veía así. Cuando se despertara, me encontraría con su camisa gastada, mi delineador de ojos de anoche corrido de la manera correcta, mi cabello medio despeinado y un cigarrillo encendido colgando de mi boca en un ángulo. Me miraría sin pensarlo dos veces, pero sé que si le doy esa mirada de perra cansada, no podrá evitar que su pito se mueva. Tenemos mucho en común, él y yo, a los dos nos gusta sentirnos como una mierda.

Probablemente me pondrá encima de él y cogeremos. No sería hacer el amor, no es así como yo lo llamaría. No, estaríamos en celo como animales durante unos minutos. No esperará a que me moje, simplemente meterá sus manos entre mis muslos, empujando sus dedos callosos en mi piel para separarlos. Cree que su rudeza es ardiente. Se da demasiado crédito a sí mismo. Mis mejillas arderán, no por el rubor sino por el alambre de su barba mientras empuja su lengua por mi garganta. Agarrará mis tetas, no para excitarme, sino para su propio entretenimiento. Luego me clavará su pene medio duro y marchito dentro de mí y tendré que forzar un gemido convincente, no es que él necesite ser convencido.

Hace unos días, eso habría sido lo que me retuviera. Me sentiría satisfecha por unos momentos, cálida en el abrazo, en la atención, en el conocimiento de que había ganado el juego. Pero hoy no soy esa. Hoy parece que va a ser una tarea ardua. Y esta vida, que esperaba que no fuera una rutina, tiene su propio ritmo lento y estúpido. Y ahora me estoy aburriendo, como con el resto de ellos.

Nos conocimos hace cuatro meses en un pequeño agujero sin nombre al norte de Reno, pero él es el que seguía en una serie de mis amantes. Hombres. Necesito probar nuevos sabores y anhelo los que aún no he probado. Juego con el sabor en mi lengua, pero pronto el sabor es insípido y quemado. Busco probar a los hombres para que se adapten a mi estado de ánimo. 

Como la mayoría de la gente, comencé con Vainilla. Ni siquiera vainilla normal, vainilla endulzada con Splenda. Era un buen chico de casa. El capitán de nuestro equipo de fútbol conmigo, la reina del baile. Clichés de pueblo pequeño. Él le pedía disculpas a Jesús después de que nos besábamos. Yo quería más, pero lo único con lo que me dejaba salirme con la mía era una masturbación adolescente nerviosa de vez en cuando. Olía a césped mojado y a sudor de los entrenamientos del equipo. Todavía veo sus dientes perfectos, su barbilla con hoyuelos. Su falsa masculinidad y confianza fue la asquerosa colonia dejada en un beso con la boca cerrada. Cuando estaba con él, usaba faldas hasta la rodilla y suéteres tipo cárdigan para el grupo de oración. Como reina del baile, aprendí a sonreír con gracia para ocultar mi desinterés.

Después de una desastrosa ruptura con mi capitán de fútbol, que incluyó a él llorando en la puerta de mi casa, amenazando con suicidarse, pasé al payaso de la clase. Tenía el pop y la ligereza de Ginger Ale. Sus pecas salpicaban su rostro y su cuerpo hasta la pelvis. Estaba delgado y tenía el torso desnudo, con esas mismas pecas salpicando sus hombros y torso. La cabeza de su pene circuncidado tenía una peca solitaria en la punta, que al principio pensé que era linda, pero se convirtió en una imperfección desagradable. Olía a marihuana, desodorante y ambientador.

Yo vestía jeans holgados, camisetas oscuras y delineador de ojos torcido para llamar su atención. Dejé que mi cabello se engrasara y aprendí a fumar marihuana cuando puse mis ojos en él. Él pensaba que yo era una perra en celo antes de que terminara la semana. Sus bromas y sus movimientos (cinco en total) se volvieron viejos. Pero con él pude jugar como uno de los chicos. Yo era genial, divertida y de bajo mantenimiento.

La actuación fue agotadora.

Y luego estaba Chocolate, era un aspirante a diseñador o alguna tontería. Fuimos a muchos clubes, a muchas fiestas en las que hablaba demasiado de su talento y su destreza comercial. Yo era la modelo en persona que exhibía como al teléfono más reciente.

Me puso unos jeans ajustados y vestidos con aberturas a los lados. Caminaba con tacones con los que me tuve que extralimitar para caminar. Y me cogió, con los ojos tan abiertos que parecía que dolía.

Cuando huelo una colonia fuerte o escucho el bajo pesado de una canción de rap, pienso en él.

Fue el inversor de Chocolate quien me tomó. Le gustaban las cosas finas y tenía el dinero para conseguirlas. No fue su dinero lo que me compró como amante. Fue la forma en que me miró sobre un vaso de whisky caro. Como si ya fuera suya.

Lo era.

Él era mayor, estaba casado y tenía cuarenta y tantos años, pero se veía bien. Tenía las características cinceladas y estilizadas de algo clásico bien cuidado. Sabía a cuero, puros y al viejo Hollywood. Me mantuvo con pieles y ropa a la medida.

Ibamos a algún evento conmigo de su brazo, una sonrisa de estrella en mis labios y un largo cigarrillo en la punta de mis dedos. Yo también fui un trofeo para él. Brincaba y me deslizaba como una encantadora gatita sexual, escondida en la seda. No necesitaba decírmelo, quería que otros hombres me quisieran. Quería que codiciaran su propiedad, su automóvil, su ropa, su dinero y su amante.

Era una seductora coqueta con todos los hombres que conocíamos. Desde los socios comerciales calvos, hasta los jóvenes y guapos camareros musculosos. Los ojos de ellos se enfocarían primero en mis pestañas, luego se deslizarían lentamente hacia mis labios delineados y gruesos, luego continuarían hasta mis senos. Cuando llegaban allí, yo tomaba el tiempo de un respiro para subir y bajar mi pecho, y la exhalación los dirigía aún más abajo. Y cuando llegaban a mi cintura, cambiaba mi peso de un pie al otro para que mis caderas se balancearan de un lado a otro.

El mensaje era claro: imagina este cuerpo joven retorciéndose debajo de ti. Imagina la clase de hombre que podrías ser. Yo era una fantasía viviente para los lobos. Y si él los veía mirándome, si los veía explorando su objeto, se volvería loco por mí.

En retrospectiva, el sexo era aburrido. Solo le gustaban los juegos previos que me sometían. Pero todo lo que yo necesitaba era el recuerdo de esos ojos puestos en mí, de las miradas hambrientas que me devoraban. Que me llenaban de una deliciosa calidez con sabor a caramelo. Rico, dulce, malo para ti.

Viajamos mucho. Saltando de una ciudad resplandeciente a otra y quedándome en penthouses, cada uno una jaula dorada donde yo estaba expuesta. Aprendí a preparar cócteles y a arreglarme las uñas en silencio. Aprendí a insinuar sutilmente que necesitaba dinero para cosas y, de alguna manera, fue una bendición. Él era fuerte de una manera que yo no lo era, de una manera que no le importaban las personas ni las consecuencias.

No quería irme, pero su esposa nos alcanzó en Miami y me echó.

Los periódicos nunca lo entendieron bien. Los titulares decían “Trágico asesinato-suicidio: Heredera mata a su marido y a sí misma después de irse a la quiebra”. Ella mató al amor de mi vida. A veces pienso que quizás ella también debería haberme llevado. Nuestra muerte hubiera sido tan artística. Tan hermosa con mi hermoso cuerpo joven sangrando con su refinado cuerpo mayor.

Las Vegas me hizo sentir como una botella de refresco vacía.

Los hombres allí estaban tan vacíos como yo, ninguno podía darme lo que necesitaba mientras vaciaba mi día en las calles. El aroma artificial que bombeaban a través de los casinos, los buffets baratos y las joyas falsas, el calor insípido que hacía que el sudor desapareciera de tu frente antes de que se formara me enfermaba. Lo más repugnante fue la nube de perfume de baño complementario que ahogaba el aire como una nube hundida.

Estaba enferma.

Estaba vacía.

Entonces los vi.

Pasaron en sus motos revestidas de cuero. Conduciendo a través de las calles como si fueran dueños del lugar, y de repente volví a tener hambre.

Qué seguros de sí mismos estaban, una manada de animales merodeando en busca de lo que querían. Podía olerlo, el alquitrán aceitoso de los cigarrillos y los vapores de gas. Todo atravesaba los impecables vestíbulos de casinos y hoteles. Cortó el aire artificialmente perfumado, la colonia y los buffets como un machete. Yo quería uno. Necesitaba uno. Quería ir en esas motos al desierto. Quería coger y ser cogida.

Quería que la piel más vieja y curtida contrastara con mi cuerpo joven y apretado.

El viaje fue agradable, pero Reno resultó ser un infierno suburbano. Afortunadamente, a solo unos kilómetros y botellas al oeste, había una pequeña Ciudad de Mierda a medias con todos los elementos esenciales: un club de striptease, tres bares, dos salones de tatuajes y un Walmart. Era como su terreno fértil.

Mi primera parada fue el salón de tatuajes. Mi piel, a pesar de todo, se había mantenido virginal.

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