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El Legado del Erudito (El legado del Becario Libro 1) - Joshua Buller

El Legado del Erudito (El legado del Becario Libro 1) - Joshua Buller

Traducido por María Paula Estévez

El Legado del Erudito (El legado del Becario Libro 1) - Joshua Buller

Extracto del libro

Mientras me siento a escribir esta historia, miro hacia atrás, a la larga y colorida vida que he vivido, y recuerdo las innumerables cosas extrañas y fantásticas a las que sobreviví y cómo me afectaron y me convirtieron en la mujer que soy. Nada, sin embargo, me ha afectado tan profundamente como la historia del Erudito y el tiempo que pasé con él, luego de que salvó mi vida.

Mi nombre es Micasa, y por desgracia, no puedo contar las circunstancias exactas en las que nací. Mi primer recuerdo real es el de los campos de trabajo, donde a menudo trabajé desde el amanecer hasta el atardecer. Era un trabajo agotador, ingrato, y la mayor recompensa que obtuve por mi esfuerzo fue una sopa tibia, medio bollo de pan no muy fresco y que las cadenas alrededor de mis muñecas se apretaran un poco menos cuando iba a dormir, todas las noches, en esa choza sombría que ellos llamaban la casa de huéspedes.

Mi educación prácticamente fue nula, salvo por el temor al enojo del amo y al látigo del capataz. Aprendí a hablar por mi cuenta, escuchando las historias que los otros esclavos se contaban a la noche, mientras el resto del caserío dormía. La mayoría de las historias eran sobre demonios que supuestamente gobernaban el mundo, matando gente de manera indiscriminada y forzándolos a vivir sus vidas con un temor permanente a provocar su ira.

Ninguno de los esclavos había visto alguno de esos monstruos, pero el amo, más de una vez había amenazado con soltar a los esclavos desobedientes y dejarlos a merced de los bandidos o demonios que andaban por ahí. Por el modo sombrío en que los esclavos más viejos tomaban la amenaza, solo podía inferir que había algo de cierto en esas historias.

A pesar de todo, me consideraba afortunada. El campo de trabajo era relativamente seguro, y estaba lejos de las ciudades más grandes y de las aldeas, donde se decía que los ataques de los demonios y los saqueos eran habituales. Había muchos guardias que también vivían allí, que protegían el estado de todo aquello que pudiera representar una amenaza para nuestro pequeño rincón en el mundo. Dejaban bien claro que, no obstante, si intentábamos escapar nos cazarían rápidamente y nos castigarían con gusto.

Entonces nos quedamos, y trabajamos, y Hawke Morau, el Amo de nuestro caserío, se encargaba de que nos alimentaran, nos dieran agua y de que gozáramos de una relativa buena salud. Por supuesto, él era quien se llevaba toda la ganancia producto de nuestro esfuerzo y vivía con lujo. Nosotros no éramos más que bienes muebles que había que cuidar o, de ser necesario, reemplazar.

Esa fue la vida que tuve durante los primeros tres años y que recuerdo. Era como una nebulosa constante de trabajo extenuante, de chasquidos de látigo, golpes de puño y palabrotas. La única bondad que conocí fue el raro gesto de algunos pocos esclavos que se apiadaban de una niña tan pequeña como yo. Fue en algún momento de mi cuarto año de memoria que mi mundo fue dado vuelta por el hombre cuya historia estoy escribiendo.

Para empezar, era un día que no tenía nada de particular, como todos los días. Me había levantado antes de que el sol apareciera en el horizonte, con el cielo que parecía un moretón que de negro iba pasando a azul. Era la mejor hora para trabajar en el jardín, antes de que el calor del día hiciera las tareas todavía más miserables. Cultivábamos una variedad de vegetales y frutas, una parte para alimentar el recinto y el resto para ser vendido en el mercado. Había aprendido mucho tiempo atrás que el más mínimo daño a cualquier producto me haría perder de inmediato el doble de esa cantidad en mis raciones; por eso, vivía concentrada en mi trabajo.

Apenas había notado la figura que despacito se movía hacia mí, y había supuesto que se trataba de otro esclavo que estaba trabajando y se dirigía hacia donde yo recogía manzanas. Fue solo cuando la figura se detuvo al pie de la escalera en la que yo estaba cuando le presté atención. Cuando vi lo que era, de inmediato dejé caer la fanega que había estado cuidando con tanto esmero.

Lo que me devolvió la mirada era de forma humana, para ser generosos; dudo que algún hombre o mujer pudiera tener una cara tan demacrada y sin rasgos, sin tener en cuenta la desnutrición ni cualquier otra enfermedad. Su piel era tan tensa y cetrina; más que una persona, parecía un esqueleto viviente cubierto de manera azarosa por cuero envejecido. No llevaba ropas, pero a su vez, tampoco tenía rasgos de algún género determinado. Me miró sin emoción alguna, con cuencas desprovistas de ojos, y con las fauces, sin dientes, ligeramente abiertas.

Antes de que me diera cuenta, yo había saltado y estaba a medio camino de vuelta al recinto, incluso antes de que la escalera cayera al piso. Las historias de espíritus malignos eran de las favoritas entre los esclavos para contar a la noche; se decía que eran como perros desalmados que los demonios a menudo tenían como mascotas o sirvientes para torturar a sus miserables víctimas. Yo no tenía ninguna intención de experimentar cualquier repugnante acción que me venía a mandar que hiciera, incluso aunque implicara un castigo por parte del capataz.

Y castigo fue justamente con lo que me encontré. A pesar de que el capataz vio claramente que había, de hecho, un espíritu maligno en los campos, y que de inmediato hizo retirar a los esclavos para prevenir cualquier daño que afectara la propiedad del Amo Morau. Me golpearon y me negaron las comidas durante el día, por las manzanas que había desparramado en mi huida. Aun así, era mejor eso y no que algún monstruo me extirpara el alma, y por eso me consideré afortunada.

Todos los trabajadores fueron enviados a la residencia a limpiar, mientras esperábamos que el espíritu maligno se fuera para que pudiéramos volver a los campos. Sin embargo, parecía que a la criatura le gustaba el lugar. Se arrastró por el jardín hacia un lado, llegó a los límites, y luego se dio vuelta y fue hacia el otro lado. Mientras lo miraba a través de la ventana que estaba limpiando, pensaba que parecía que estaba buscando algo.

Hacia el atardecer, el espíritu maligno todavía no se había ido, lo cual significaba que se había perdido un día entero de cosecha. El Amo Morau estaba fuera de sí de furia, pero, al igual que los otros, él también había oído acerca de los poderes que supuestamente poseían estos espíritus malignos. No iba a permitir que sus capataces se pusieran en peligro intentando alejarlo, por temor a tener que encontrar un modo de reemplazarlos (no eran tan prescindibles como nosotros, los esclavos).

Con eso probablemente en mente, tuvo una idea diferente. Al día siguiente, cuando el Amo Morau vio que el espíritu maligno todavía no se había ido, mandó a uno de nosotros para ver si se podía sacar el monstruo de encima.

Este esclavo en particular era la rareza de nuestro establo. Él había estado aquí por años, según los sirvientes más viejos, pero nunca había hablado con nadie, ni siquiera con el Amo Morau. El Amo a menudo lo llamaba “bobo”, pero de acuerdo con lo que los esclavos sabían, el hombre no tenía ni nombre ni pasado. Los esclavos más viejos dijeron que lo habían traído unos años atrás, y que era tan callado y tímido como ahora.

La cara del mudo estaba cubierta por una barba incipiente que se negaba a convertirse en una verdadera barba. El cabello rubio estaba con frecuencia sucio y mal peinado, y el hombre hacía lo mínimo para mantenerse limpio. Por alguna razón, el Amo Morau era un poco más tolerante al respecto con este hombre que con el resto de nosotros, que ante cualquier desviación de la higiene, disfrutaríamos del látigo.

Lo peor eran sus ojos. Azules como el hielo, eran, e igual de fríos. No era ciego, pero parecía que nunca veía realmente nada. Si sus ojos se posaban en mí, me corría un frío por la espalda.

El hombre sin nombre trabajaba casi sin cesar, a menudo hasta bien entrada la noche, mientras los otros esclavos dormían, pero había algo extraño y casi mecánico en sus acciones. Incluso cuando lo retaban en medio de una tarea, él continuaba trabajando hasta terminar lo que estaba haciendo, e inmediatamente después empezaba la próxima tarea. En cierta manera, era el esclavo perfecto: dormía poco, comía menos y trabajaba sin cesar.

Por eso era un misterio para todos nosotros por qué el Amo Morau enviaría a quien se suponía era su más valiosa posesión para que tal vez lo mataran, o peor. Oí a los capataces decir que, según el Amo, era “mejor lidiar con un monstruo con otro monstruo”. Por qué el Amo Morau consideraba al hombre sin nombre un monstruo, no me podía imaginar. Aun así, había tareas que realizar, y nosotros, los esclavos, no teníamos tiempo para mirar y ver cómo se desarrollaban los eventos, y volvimos a nuestras obligaciones.

Mi curiosidad temprana se convirtió en temor cuando un fuerte grito vino de afuera, apenas un poco después. Fui a una ventana y fingí que la estaba limpiando, para poder espiar. El hombre sin nombre estaba cerca de algunos de los cultivos, en posición fetal, golpeándose el pecho. No había señales del espíritu maligno por ningún lado.

Los capataces corrieron afuera para ver qué había pasado con el hombre. Se quedaron de pie a su lado, gritándole para que se moviera. Finalmente, recurrieron a sus látigos, pero ni los látigos pudieron hacer que el hombre sin nombre se moviera de donde se había caído. Al fin, lo pusieron de pie y un poco lo llevaron y otro poco lo arrastraron fuera de allí.

El hombre sin nombre no fue visto durante el resto del día, pero el Amo Morau estaba de mejor humor que lo usual, luego de que el monstruo desapareciera. Nos dio a todos los esclavos una ración extra y nos permitió retirarnos a nuestros catres temprano esa noche, con la condición de que recuperáramos el tiempo perdido en los dos últimos días. Estaba implícito en el tono de su voz que si no cumplíamos con sus expectativas lo íbamos a lamentar.

Las habitaciones de los esclavos estaban fuera de la residencia principal, en un edificio de madera viejo y destartalado lleno de hileras de catres. Siempre estaba sin llave, y como no había nada de valor en su interior, tampoco había guardias. En cambio, nos forzaban a usar esposas en las muñecas y tobillos toda la noche. Debido a eso, no era fácil adivinar por qué nadie había considerado seriamente la posibilidad de escapar.

Habían llevado al hombre sin nombre a su cama. Tiritaba bajo las frazadas y estaba cubierto por una capa de sudor. De tanto en tanto, murmuraba cosas sin sentido, y más de una vez gritó en agonía. Mis colegas esclavos susurraban entre ellos que el hombre había sido maldecido por el espíritu maligno, y alejaban sus desvencijados catres todo lo que podían para evitar que ellos también fueran afectados. A pesar del gimoteo del hombre, los esclavos también estaban demasiado cansados para permanecer despiertos, y pronto se durmieron cubriendo sus cabezas con las olorosas frazadas comidas por las polillas.

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