Abraza la Tormenta que Viene (Los Siete Centinelas de Camelot Libro 1) - D.S. Williams
Traducido por José Gregorio Vásquez Salazar
Abraza la Tormenta que Viene (Los Siete Centinelas de Camelot Libro 1) - D.S. Williams
Extracto del libro
“¿En serio vas a vender todo esto?” Exigió saber Emma. “¡Podría ser la cosa más hermosa que he visto en mi vida! Honestamente, Kennedy, es todo tuyo, ¡gratis!”
Logré esbozar una leve sonrisa en dirección a Emma, pero no pude apartar mis pensamientos del timbre de una caja registradora imaginaria; una que continuara contabilizando los enormes costos de mantener un lugar como este. Diablos, ni siquiera era mantenimiento lo que se necesitaba. Por lo que pude ver, había que gastar miles de dólares para hacerlo seguro y por lo menos habitable. Si bien Emma obviamente pensó que el castillo medieval ubicado entre jardines salvajes y descuidados era increíblemente romántico, yo era realista.
“Sí, voy a venderlo y con suerte, si gano un poco de dinero, podría comprar un lugar para mí de regreso a casa”.
Los cálidos ojos marrones de Emma se abrieron y puso su mano en mi brazo. “Pero Kennedy, ese castillo ha estado en tu familia por generaciones”. Ella agregó énfasis adicional a la última palabra, como si yo, al vender el lugar, fuera culpable de destruir siglos de historia familiar de un solo golpe. La realidad no podría estar más lejos de las nociones románticas de Emma. Este no era un encantador cuento de hadas en el que había heredado un magnífico castillo medieval, uno que resultó ser mi derecho de nacimiento; en cambio, estaba heredando un montón de edificios antiguos que se desmoronaban porque un tío abuelo desconocido del que nunca había oído hablar, había muerto sin dejar herederos conocidos. No había nada romántico al respecto.
Sin embargo, Emma no iba a ser disuadida. Ella ha sido mi mejor amiga desde la infancia y las dos no podríamos haber sido más diferentes. Yo era pragmática, sensata, realista. Necesitaba serlo después de que papá nos abandonó cuando yo tenía tres años y mamá se suicidó cuando yo tenía ocho años, y escuché que aquello sucedió después de años de problemas de salud mental. De hecho, descubrí una larga historia de alcoholismo, enfermedad mental, accidentes trágicos y suicidio tanto en la familia Miller como en la familia de mamá, los Atkinson. Hasta que escuché del fideicomisario que se ocupaba de la herencia del tío abuelo Gilbert, yo había asumido que no tenía parientes vivos. Incluso mi descarriado padre había muerto en un accidente de motocicleta dos años después de habernos abandonado a mí y a mamá, lo cual descubrí cuando traté de encontrarlo después de cumplir los dieciocho.
He sido afortunada; huérfana en mi ciudad natal de Liberty, Oklahoma, enfrenté un futuro incierto en el sistema de adopción hasta que fui acogida por una ranchera local viuda, Nell Purdue y su hija Maree. Las dos mujeres me colmaron de cariño mientras crecía en la adolescencia y llegaba a la edad adulta bajo su atenta mirada.
Si bien yo era completamente práctica, Emma era todo lo contrario. Emma, una soñadora y una romántica empedernida, estaba convencida de que el mundo giraba en torno a los arcoíris y a los unicornios. Sin duda ella estaba mirando los edificios desmoronados y viendo un futuro fabulosamente romántico, lleno de belleza y encanto.
Todo lo que yo veía era un montón de arquitectura colapsada, altos costos de restauración y un montón de dolores de cabeza.
“Vamos, vamos a darle una vuelta y echemos un vistazo”, sugirió Emma, ya volviendo al vehículo de alquiler. Acomodándose en la camioneta, ella era toda sonrisa y ojos brillantes mientras continuaba observando el castillo, su emoción apenas contenida. Sin duda, estaba imaginando salones de baile y zapatillas de cristal, el príncipe azul y un felices para siempre.
Suspiré y caminé por la grava. Deslizándome en el asiento del conductor, miré a través del parabrisas mi herencia: “Les Sables Rideaux”. Enclavado en lo alto del acantilado, sospeché que el castillo había sido diseñado específicamente para resistir ataques de fuerzas externas. Era enorme, con vistas al Valle del Loira, consistía en paredes que parecían brotar del precipicio irregular que las sostenía. Las paredes se elevaban hacia el cielo, piedra toscamente labrada de un color arena oscuro que contrastaba fuertemente con la vegetación circundante. Muchas de las torres estaban desprovistas de sus techos cónicos, y en otros lugares pude ver dónde se había derrumbado el techo de algunas de las estructuras principales.
Emma juntó las manos debajo de la barbilla. “Es increíble”, respiró ella.
“Es un desastre”, repliqué.
“¡Pero Kennedy, es tan hermoso!”
Resoplé, un sonido particularmente impropio de una dama, y presioné el botón de encendido. El fideicomisario había proporcionado la camioneta y claramente, él había sido consciente de cuán cubierta de maleza y selvática se había vuelto la tierra que rodeaba el castillo porque nada menos que una cuatro por cuatro podría atravesar un terreno tan accidentado. “No me voy a quedar con él, Em”.
“¡Piensa en las posibilidades!”
“¡Piensa en el costo!”
“Podrías vivir aquí; Sería genial”.
“De ninguna manera”.
Emma hizo un puchero. “Yo te ayudaría”.
Me reí entre dientes, acelerando y conduciendo con cuidado entre dos grandes árboles, navegando por lo que vagamente podría describirse como un camino de entrada. “¿Qué vas a hacer, Em? Eres una enfermera de obstetricia, no estás calificada para enfrentar esta catástrofe. Y mis habilidades limitadas no podrían realizar ni una décima parte del trabajo que se necesita”.
Emma no iba a ser disuadida. “Sería un hotel increíble”.
“No”.
“Podrías abrirlo como una atracción turística”.
“No”.
“Estoy segura de que Nell y Maree volarían hasta aquí y ayudarían”.
“No estoy discutiendo esto”, dije, subiendo deliberadamente el volumen del estéreo. Era una estación de radio francesa y lo que sonaba como un programa de entrevistas, pero no me importaba lo que sonaba a través de los parlantes, solo necesitaba ahogar las protestas de Emma.
“¿No quieres saber más sobre el castillo, cómo llegó a estar en tu familia?” Preguntó Emma, levantando la voz para hacerse escuchar.
“No”.
Emma frunció los labios en una línea de frustración y cruzó los brazos contra el pecho. “¿Ni siquiera puedes tratar de ver las posibilidades?”
“No”.
“¿No puedes esperar para decidirte hasta después de haber visto el interior?”
“No”.
Fue el turno de Emma de suspirar, y se recostó en el asiento, sumiéndose en un silencio sepulcral.
Continué conduciendo, sin estar ni remotamente convencida de que la discusión hubiera terminado. Emma solo había disparado sus salvas iniciales en esta batalla; sin duda, usaría el resto del viaje para reforzar sus argumentos y crear otros nuevos.
Enderecé mis hombros resueltamente. No importaba qué diablos encontráramos cuando llegásemos a los muros fuertemente fortificados, no podía quedarme con él.
El camino serpenteaba y giraba entre árboles antiguos y retorcidos, cuyas amplias copas bloqueaban la luz del sol. El castillo desaparecía y reaparecía varias veces mientras conducía el suburbano por curvas cerradas y lidiaba con parches donde los guijarros desaparecían por completo, dejando solo un rastro apenas perceptible para seguir. Mientras yo agarraba el volante con firmeza y sorteaba algunos de los aspectos más difíciles del viaje, Emma había superado su estado de ánimo de hace unos minutos y puntuaba el tenso silencio con chillidos de alegría cada vez que el castillo volvía a emerger.
Conducía con la ventanilla baja, inhalando el olor almizclado de la tierra húmeda y el musgo. Aquí, entre los detritos de la historia del pasado, era fácil dejarse llevar por la idea de que habíamos dejado nuestro propio tiempo y viajado a un pasado lejano, un tiempo en el que esta tierra era salvaje e indómita, llena de misterio y aventura.
Sonreí. Por un minuto, casi soné tan desesperadamente romántica como Emma. Inhalando profundamente para despejar mis pensamientos, maniobré en la última curva cerrada y detuve la camioneta.
Ante nosotros, el camino accidentado se desvanecía, dejando solo un estrecho puente que cruzaba el abismo. No estaba segura de confiar lo suficiente en la estructura del puente como para conducir el vehículo a través de él. A partir de aquí, tendríamos que caminar.
El puente parecía bastante sólido, construido con la misma piedra arenosa que el propio castillo; aquí se había oscurecido y decolorado a un profundo tono caramelo a lo largo de los siglos. Estaba remendado con masas de musgo verde oscuro y una vigorosa planta trepadora de color verde azulado enroscada sobre la mampostería hacia abajo, alcanzando el abismo que se abría debajo. Salí del auto y caminé hacia donde empezaba el puente. Sin duda, la ubicación se eligió cuidadosamente cuando se construyó este gigante: la única forma de ingresar era a través de este estrecho puente y en todos los lados estaba protegido por un acantilado escarpado. Casi las tres cuartas partes de su longitud, el puente estaba asegurado por una caseta de guardia alta y estrecha, que consistía en una entrada arqueada con el castillo revelado más allá. Era fácil imaginar que esta puerta de entrada había albergado hace mucho tiempo un rastrillo sustancial, colocado en su lugar ante el peligro que se aproximaba. Visualicé un desfile de hombres galopando hacia la puerta, montados de dos en dos en corceles. Con cotas de malla y cascos de metal para proteger sus rostros, tenían espadas anchas y hachas colgando de sus cinturas.
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