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Los Desposados (Romances de Tierras Bajas Libro 1) - Helen Susan Swift

Los Desposados (Romances de Tierras Bajas Libro 1) - Helen Susan Swift

Traducido por Elisa Pedraz

Los Desposados (Romances de Tierras Bajas Libro 1) - Helen Susan Swift

Extracto del libro

Era ajena las angostas calles y callejuelas del casco antiguo de Edimburgo, donde la niebla reptaba por las altas piedras de sus edificios y la lluvia empapaba los adoquines del suelo por la mañana. Por aquel entonces, no sabía, que la vieja ciudad poseía cientos de secretos y que nadie era lo que a simple vista parecía ser. Llámame inocente si quieres, pero somos como la vida nos talla y pocos somos los que nos culpamos de ello hasta que no aprendemos de la amarga experiencia.

  Puede que conozcáis Edimburgo, pero aun así os hablaré acerca de nuestra capital escocesa. No hay otro sitio igual en el mundo, al menos en mi mundo, ya que se trata de una ciudad dividida por el Princes Street Garden, lo que antes era el Nor’ Loch; un sinsentido entre dos mundos opuestos. En un lado su creación más elegante en dónde se encuentran las grandiosas plazas de líneas clásicas de la nueva ciudad de estilo georgiano, con todas aquellas casas modernas en majestuosas calles repletas de gente hablando en voz baja. Sin embargo, al otro lado de los jardines, encuentras el revoltijo medieval del Edimburgo original; la antigua ciudad dónde las reinas se chocaban con los plebeyos, los ministros devotos predicaban a los incesantes malhablados, y las grandes mujeres intercambiaban sus obscenos conocimientos con los iletrados de alcantarillas.

—Esta debe de ser la ciudad más romántica del mundo. —Dije aquel día de diciembre de 1811 mientras miraba el perfil escalonado del casco viejo.

                Louise se rio en voz alta, un tanto grosera para mi gusto, pero acto seguido la perdoné, cuando me dedicó una de sus sonrisas. Todo el mundo siempre perdonaba a Louise. Tenía la suerte de su parte.

                —El amor es lo que hace al amor. —dijo enigmáticamente golpeándome la pierna con su abanico de marfil. —Pero, ¿qué sabes tú del amor, Alison Lamont? —Se burló con sus brillantes ojos azules tan hermosos como el beso de un ángel, e inocentes como la cola del diablo.

                No respondí, ya que había tocado un tema escabroso de mi vida. No sabía nada del amor, o, a decir verdad, de ninguna otra cosa. Eso sí, podía hablar un francés bastante fluido, coser a la perfección y pintar tan bien como cualquier muchacha de dieciocho años. Con tan solo dos años más que yo, mi prima Louise, la preciosa y sofisticada Miss Ballantyne, tenía más experiencia en sus dedos que yo en todo mi cuerpo y ¿era ajena a ello?

                Louise volvió a sonreír mostrando su perfecta dentadura con orgullo,

—No te preocupes, Alison —me advirtió—. Pronto te enseñaré el arte del romance. Un par de semanas conmigo y estarás coqueteando con lo mejorcito y tentando a los hombres más amigables hasta volverles locos. —Abrió su abanico y tapándose con él la cara me miró por encima de él

—Agarraremos a la ciudad por los bajos—dijo—. Y la sacudiremos con alegría.

                En aquel momento, estábamos sentadas juntas en el carruaje de la tía Elspeth, con el traqueteo de Princes Street y todas sus preciosas casas a nuestra izquierda, y el tenebroso castillo posado sobre las turbias aguas del Nor’Loch a nuestra derecha.

—Ahí hay algo para fastidiar este glorioso día.

 Louise se estaba estirando a mi lado, balanceándose apoyando una mano en mi rodilla mientras cotilleaba afuera.

Eché un vistazo, primero al castillo, y luego al lago, que casualmente llevaba un barco en llamas.

—Ese barco está ardiendo—Dije, y Louise soltó una pequeña carcajada, dándome de nuevo un golpecito con el abanico.

                —Ya lo creo. —me dijo—, Ahí abajo hay una extraña criatura que envía a los barcos al agua y luego los quema.

Conocía las criaturas extrañas, ya que había escuchado las historias de las kelpies de agua, los uruisgs y perros hadas, pero nunca había oído hablar de algo que quemase los barcos. Me quedé mirando por la ventana, esperando ver un monstruo con cuernos en la orilla del lago, pero en su lugar, tan sólo había un hombre alto y un tanto desaliñado.

                —No hay ninguna criatura ahí, —Estaba un tanto decepcionada.

—Ese es Willie Kemp -dijo Louise, tapándose con el abanico mientras se reía-. Es la criatura más extraña que existe. Dicen que no habla con nadie, y menos con las mujeres, y que se pasa todo el día inventando aparatos raros que nunca funcionan.

                —¡Vaya!— Aparté la mirada, ya que no tenía ningún interés por un hombre que hacía aparatos raros; ¿por qué debía de tenerlo, cuando tenía los encantos de Edimburgo frente a mis ojos y el baile de Lady Catriona esa misma noche?

                —¿No te sorprende? —Louise continuaba mirando por la ventana, claramente impactada por las excentricidades de ese tal Willie Kemp.

—Es un ser tan extraño. -bajó la voz como si estuviéramos en una sala llena de gente en vez de solas en el carruaje de Lady Elspeth-, ¿Sabes lo que algunos dicen de él? —Me susurró al oído.

                Sacudí la cabeza,

—No. -contesté; en aquellos días era realmente inocente-. ¿Qué es lo que dicen?

Louise me contó con todo tipo de detalles, historias que incluso ahora me escandalizan; y seguro que, en aquel entonces, para cuando quiso terminar mi cara estaría roja como un tomate a pleno sol.

                —Vaya,—Dije mientras Louise abrió los ojos por la expresión de mi cara.

                —Mi querida Alison. —me dijo posando su mano en mi brazo—. Espero no haberte impresionado.

                —Ni mucho menos.—Mentí deseando encontrar como una loca un rincón en el que esconderme. Era inocente en casi todas las materias; sin contar las más básicas, claro.

                —Ya está todo tranquilo, —Louise se sentó en su asiento con la mirada aún impresionada—. Pero es mejor saber esas cosas, ¿no crees? Y mejor si soy yo la que te las cuenta, que te quiero como si fueras mi hermana, y no un extraño que no piensa en tu bienestar.

                —Por supuesto Louise. —la perdoné de inmediato, ya que siempre estaba pensando en los demás—. ¿Falta mucho para llegar al baile?

                —Llegaremos en seguida. Sólo nos queda subir por Earthen Mound y casi estaremos allí. La residencia Forres está en mitad de la calle del castillo.

                Había escuchado hablar de Earthen Mound, la pasarela que los ahorrativos burgueses de Edimburgo utilizaban como pasarela hacia el casco antiguo, donde se asentaba una gran acumulación de porquería y los escombros de todos los edificios de la nueva ciudad, pero nunca lo había conocido. El cochero hizo casi toda la rampa, silbando y gritando a los pobres caballos de la forma más cruel mientras torcía en aquella costosa curva.

                —Odio esta parte.—Louise se sujetó el sombrero como si la inclinación del coche se lo fuera a arrancar de su hermosa cabeza.

                Suspiré e intenté parecer todo lo compuesta que supe, ya que todavía recordaba aquellas historias tan escandalosas. Abrí mi abanico, y abaniqué el aire en lo que esperaba que no fuera más que una moda lánguida.

—Es una baratija insignificante —dije—. No es comparable a las montañas que tenemos en Badenoch.

Dejé que pensase en eso un rato mientras yo observaba cómo cambiaba el paisaje. La nueva ciudad parecía más impresionante desde aquí, con aquellos cuadrados grises tan regulares en contraste con el verde apagado del campo invernal.

                Aun así, el casco antiguo, era menos agradable y mucho menos romántico de cerca que de lo que parecía de lejos. No sé lo que me esperaba; puede que caballeros de brillantes armaduras, y jinetes gays en fabulosos caballos; en su lugar, entramos en una larga e inclinada calle que se asemejaba a una cuneta entre los edificios que parecían acantilados. En las calles dónde me había imaginado héroes románticos, había un montón de pilluelos con distintas vestimentas de las tierras altas, que lograron ponerme nostálgica, y harapos que harían quedar mal a un espantapájaros de cualquiera de las tierras de Speyside, donde se les tenía gran estima.

                —Bienvenida a la calle principal.—Louise parecía no importarle la gente andando de forma caótica.

                —Pronto dejaremos el carruaje.—Sus ojos brillaban como nunca, expectantes mientras se colocaba para el baile.

                El cochero paró a la entrada de lo que parecía ser un callejón, pero yo estaba segura de que era la entrada a una callejuela, una de las calles laterales que excavaban en ángulos rectos desde la calle principal hasta el corazón invisible del casco viejo.  Para no caminar, Louise envió al hombre, y regresó al minuto con dos corpulentos compañeros que llevaban una silla de sedan. Nunca había visto nada igual, pero Louise me aseguró que eso era algo normal entre la gente civilizada, y se deslizó con suavidad por el raso dejando entrever su tobillo, que llamó la atención del cochero, lo que seguramente fue un error.

                Ya sé que en esta época moderna semejantes vehículos ya no existen, y por el bien de los que nunca han visto uno de esos, describiré el sedán. No eran muy grandes; eran como una caja lo suficientemente grande como para llevar a una mujer sentada, tenían ventanas con cortinas a los lados y dos grandes poleas en cada extremo. Un hombre levantaba las poleas de delante y el otro las de detrás, y llevaban al pasajero con un grado de confort y de privacidad; toda la que las cortinas corridas permitían.

                Desgraciadamente, había un sólo sedan y dos de nosotras, lo que significaba que tenía que ir unos pasos por detrás, como una vulgar sirvienta. Por lo que Edimburgo me vio entrar siguiendo a los cocheros mientras caminaban por los grasientos recovecos de la callejuela; estaréis de acuerdo que fue una modesta bienvenida a la capital.

                No tenía ni idea lo mal que una callejuela de Edimburgo podía oler, pero aquel pequeño paseo fue una revelación. Parecía estar caminando por las mismísimas entrañas de la tierra, con los altos edificios acechando por ambos lados tapando la poca luz que diciembre permite y con el suelo como morada de todo tipo de porquería que os podáis imaginar. Vale, reconozco que era joven, pero incluso así, estaba repugnada por el hedor y envidiaba a Louise y su carruaje. Me juré que jamás volvería a patear las calles del casco antiguo de Edimburgo.

                Finalmente paramos en lo que solo se puede describir como un hueco en la alta pared del edificio. Esperaba que la entrada a su residencia fuese grandiosa, con extensas escaleras y paseantes por todos los lados; sin embargo, se trataba de un diminuto y raquítico agujero en una especie de torre circular. Lo único que se salvaba era el escudo tallado en lo alto de la inmensa puerta con tachones. Hay que reconocer que aquello era impresionante, estaba hecho de piedra y era obvio que era una reliquia. Su propio emblema permanecía como la mismísima Escocia.

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