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Hermana De Sangre (Los misterios de Annie Hansen Libro 1) - Kenna McKinnon

Traducido por Enriqueta Carrington


Hermana De Sangre (Los misterios de Annie Hansen Libro 1) - Kenna McKinnon

Extracto del libro

Mi celular me despertó temprano. Eran los polis.

–Anoche le dieron un porrazo en la cabeza al Dr. William Hubert con un instrumento contundente. Le hicieron un hoyo en el cráneo con un taladro quirúrgico, le sacaron los sesos y los dejaron amontonados junto a su calavera ensangrentada. Te necesitamos, Annie. No tardes.

Por poco y se me caen las pijamas del susto, y me dieron ganas de despertar a Samir, de sacudirlo, obligarlo a verme, a ayudarme con el temor. Incluso las voces dentro de mi cabeza no supieron qué decir al principio.

Mis pies, que calzan del 42, dieron contra el suelo con un golpazo de Hulk.

Mi compañero de cuarto, Samir, se encontraba en la cama de junto, arrebujado bajo sus grises cobijas sin idea de lo que sucedía. Su cuerpo largo y moreno parecía lleno de granos, como el de un sapo pardo. Samir era mi primer novio, si es que puedo llamarlo novio de a de veras, ¿no es increíble? Y yo con mis veinticuatro años y toda la cosa, además de este problema mental.

Hice girar sobre mi anular izquierdo la sortija amarilla de metal corriente. Samir y yo nos habíamos conocido en una clase de ICSI (Inglés como segundo idioma) que yo estaba enseñando como voluntaria en esta isla. Ambos a la deriva, acabamos juntos, dos parias que a duras penas podíamos pagar esta habitación a medio camino entre la cárcel y la sociedad, compartiéndola por motivos financieros. La única manera de lograr que los Servicios Sociales nos permitieran vivir juntos aquí, en un solo cuarto de esta casa de huéspedes, era haciéndoles creer que estábamos casados. Así ni preguntan.

Los Powolski eran como una familia de crianza para nosotros.

Entonces las voces dentro de mi cabeza se pusieron a gritar. Me cubrí las orejas con las manos. Ten cuidado. No escuchaste esa llamada con la debida atención. Estúpida. Esto es demasiado para ti. Para resolver este caso no te bastará trabajar duro, Cabeza de Fierro. Te harían falta sesos y agallas, cosas que no posees.

–Hijo de duende –respondí–. Lárgate.

Eres fea, con melena crespa descolorida a base de agua oxigenada, con dientes de conejo. Lo bueno es que mi personalidad bastaba y sobraba para compensar todo eso. Sí, con mi estatura de un metro setenta y cinco centímetros, yo era una fuerza que todos tenían que tomar en cuenta.

Bostecé, esforzándome por llenar mis pulmones de aire. ¡Es tu corazón, estúpida, te vas a morir! No, no era mi corazón, yo no tenía más de veinticuatro años y estaba tan sólida como el bórax Recua de Veinte Mulas. Mi psiqui en Campbell River me dijo que la angustia me cortaba el aliento y que entonces bostezaba.

Pensé en la llamada de unos minutos atrás. Te necesitan, Annie. El Doc está más muerto que un bacalao salado. Asesinato horripilante. Ándale. Así que me puse mis jeans y mi camisa, y sacudí a Samir.

Capítulo dos

–Chicos –gritó desde la cocina la Sra. Powolski–, el desayuno está listo y los cheques de la renta también deben estarlo.

Samir y yo pagábamos la renta con mi salario del Departamento de Justicia y la pensión de él. Yo tenía también un guardadito de dinero. La pensión de Samir era de esas que el Plan de Pensiones del Canadá les da a las personas severamente minusválidas. Aunque él tenía sólo veintiún años, le otorgaron una pensión debido a sus piernas malas.

En mi opinión Samir no es minusválido. Tiene una discapacidad, como yo, pero eso no te vuelve minusválido si no te dejas llevar.

–¡Tengo que trabajar hoy, de inmediato! –grité hacia el piso de abajo–. Les pago mi parte cuando regrese a casa.

Me imagino que os preguntáis qué tipo de trabajo hago para el Departamento de Justicia. No soy limpiadora, ni tampoco trabajo en la cocina. Mi empleo es de tiempo parcial, pero es bueno. Al fin y al cabo, tengo mi DEG, Diploma de Equivalencia General, o sea que me gané mi bachillerato de la manera más dura, en la Escuela Preparatoria Central en Vancouver, combinada con lo que los canadienses llamamos la Escuela de los Golpes Duros de la Vida. El año pasado el policía Tom me arrestó por volarme unas cositas de una tienda, y la corte me otorgó una segunda oportunidad. De no haber sido por eso, quién sabe dónde estaría yo ahora.

Hice Servicio de Comunidad para Lorne O’Halloran, Investigador Privado, durante seis meses y después de eso me contrataron, así nomás, casualmente, para una chamba con el Departamento de Justicia de la isla Serendipity…es que yo era muy buena para el trabajo. También conozco mucha gente de la calle, y eso es útil, y no me molesta decir que la paga está bien y que mi trabajo me gusta.

Todavía me reporto con Lorne, esa fue una de las estipulaciones en mi contrato. Pensaron que yo no trabajaría tan bien para cualquier otro que el buen viejo Lorne O’Halloran, Investigador Privado y entusiasta de las máquinas tragamonedas. Pero en ese momento mis voces tomaron el poder.

La isla me quedaba perfecta para vivir y trabajar desde que se murió mi mamá, después de que dejamos Vancouver. Serendipity era grande comparada con las otras Islas del Golfo, contaba con una próspera población de mil doscientas almas fornidas, cinco individuos callejeros, que yo supiera, además de problemas de drogas y alcohol entre la población en general. También había una nación indígena por allá, cerca del fanal en la bahía Modge, no lejos de la casa flotante que me había heredado mi mamá. Yo no podía vivir allí de manera permanente, porque en el proceso judicial de hace catorce meses el juez dijo que tenía que vivir en un hogar de grupo con los Powolski.

–¿Qué? ¿Otra vez es hora de pagar la renta? Jodidos hombres lobos y vampiros y caseros. –En la cama de junto, el sapo pardo se agitó y sufrió una metamorfosis, convirtiéndose en mi guapo y moreno compañero de los últimos seis meses. Samir se frotó los ojos enrojecidos.

Le di un jalón a la bandera canadiense que estaba pegada con tachuelas delante de la ventana. Allá afuera no había nadie más que el perro Viejo Amarillo, encadenado a un poste en medio del patio, y él tampoco estaba dormido.

A veces yo veía salir el sol en el poniente en lugar del oriente, como una enorme naranja manchada, y el fuego se prendía por todo el cielo. Era entonces que Dios hablaba conmigo. O el diablo hacía señas, llamándome.

Samir decía que yo alucinaba y oía voces porque estaba chiflada, y un investigador privado no debe ser chiflado. Pero a mí me parecía que las voces y las visiones me ayudaban mucho; las visiones me aclaraban la mente y las voces me hacían pensar afuera de la jaula. Me daba cuenta de que las voces y las visiones venían de mi propio Yo, y a veces de las profundidades de mi subconsciente. Así que de alguna manera, yo hablaba conmigo misma, y mi mente inconsciente era una fuerza poderosa. Jung diría que es así.

Capítulo tres

Samir ya se había puesto los jeans y un enorme camisón. Se fue cojeando al baño. Lo primero que yo hubiera hecho, si yo fuera su mamá, hubiera sido conseguir fisioterapia para ese muchacho después de que los soldados le rompieron las piernas. O por lo menos lo hubiera llevado a que lo revisara un doctor. Me imagino que los doctores y los fisios son escasos allá en el Sudán. Pero de todas maneras…yo hubiera hecho el esfuerzo.

Ahora él tenía veintiún años, y para enderezar sus huesos primero haría falta romperlos de nuevo. Eso lo haría algún doctor de huesos en Campbell River, o tal vez lo harían allá lejos, en Vancouver, en alguna clínica elegantiosa.

Samir gruñó algo en respuesta. No oí qué. Una mariposa azul, de un metro cincuenta centímetros de largo, revoloteó sobre la pared del baño. Era hermosa. Gracias, visiones, pero en ese momento la Sra. Powolski gritó otra vez.

Se descargó la taza del inodoro. Se escuchaban palabrotas africanas desde el cuarto de baño. El volumen de las palabrotas aumentó y mis voces temblaron en respuesta. Me puse a contar las manchas en la pared.

–Me tropecé con los malditos pantalones.

–Pues fíjate cuando te los bajes, angelito.

–Mis pinches piernas no sirven ni para la chingada. Mejor debería matarme. Buenos días.

Escuché que empezaba la ducha. Dejé caer la bandera cortina.

–Bueno pues –le dije cuando salió de la ducha–, ¿y cómo te vas a matar esta vez?

La sonrisa de Samir relampagueó sobre su rostro oscuro. –No sé. Ya se me ocurrirá algo, Annie.

–¿Por qué te duchaste a estas horas de la mañana? Por lo general te esperas hasta después del desayuno.

–Eso no te importa, angelito. –Me abrazó.

–Hueles sabroso. ¿Seguro que estás bien? Dormiste toda la noche como piedra.

Pensé que sería bueno tomarme mis medicinas entonces, o por lo menos la mitad. Era el momento de bajar a la cocina sobre las puntas de los pies, para acallar el murmullo de mis voces durante unas horas.

Samir jaló una camiseta y vistió su cuerpo espigado. –¿Cómo piensas que debo hacerlo?

No contesté.

Se agachó para amarrar las cintas de sus lodosos Nikes. La verdad es que se veía muy guapo.

–¿Vienes? –Quité una pelusa grande de mi camisa de franela.

–Seguro –agarró su bastón–. Estoy listo cuando tú digas, Annie de Tin Pan Alley.

Me temía que un día él se iba a matar y yo no podría impedírselo. Mis voces se pusieron muy calladas. Yo pensaba que estaban felices.

Si tan sólo desaparecieran esas malditas voces. Mi doctor dice que también tengo TOC. Eso significa «trastorno obsesivo-compulsivo», y lo digo para los lectores que no estén educados en la jerga de los psiquis. Significa que siempre ando cavilando y contando las cosas. Cuento casi todo, con los dedos, bajo la mesa si puedo.

–Es hora de bajar a desayunar –le dije a Samir, quien me siguió renqueando por las escaleras alfombradas. –Hora de encarar el día.

–Ay, mierda –musitó, golpeando el piso con su bastón–. Hora de saludar a los Powolski y mirar cómo alimentan a sus malditos animales antes de que nosotros tengamos el hocico dentro del comedero.

–La Sra. Powolski es buena cocinera.

–Quiero matarme.

–Eso se puede arreglar.

–Ja, ja. Muy chistoso, Annie. Esta vez lo digo de a de veras.

–Tienes resaca, Samir. Ya se te pasará.

Empecé a silbar mientras bajábamos. Él gimió cuando llegamos al último escalón.

Fiebre De Sangre - Simone Beaudelaire

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Razones Sangrientas (Matar A Un Hombre 1) - Stuart G. Yates

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