La Congregación (Esqueletos en el armario Libro 3) - A.J. Griffiths-Jones
Traducido por Priscila Alvarado
La Congregación (Esqueletos en el armario Libro 3) - A.J. Griffiths-Jones
Extracto del libro
Archie Matthews estaba sentado en el tren viendo hacia afuera. El paisaje había cambiado del soleado cielo invernal a una espesa niebla grisácea que se acentuaba sobre las colinas como una sábana sucia. Limpió la ventana empañada con la manga de su abrigo de lana y deseó haber traído su termo de té para el viaje. Su bolsa con emparedados de queso y pepinillos permanecía intacta sobre la mesa frente a él, mientras el pasajero al otro lado la veía con interés. Archie la empujó con un dedo.
―Adelante ―dijo con un suspiro―. Nos los comeré.
El hombre solo tardó un segundo antes de remover el plástico y morder con ansías el pan blando. Archie sacudió la cabeza y regresó su mirada al paisaje. Podía ver espacios llenos de vida, pequeños pueblos, campos ovejeros, granjas lecheras, pero ningún rastro aún del ocupado pueblo minero a donde iba. El resonar del tren en movimiento le causaba nauseas, por lo que sacó una menta de su bolsillo y la metió en su boca antes de que alguien pudiera notarlo. Solo faltaba media hora para llegar a su destino. No se regocijó con esta idea para nada; de hecho, esta le causó una sensación de miedo en su interior, la cual le resultaba extrañamente familiar.
Cuando el tren se detuvo con una sacudida, Archie se inclinó para revisar que el nombre en el letrero de la plataforma era el mismo que estaba en la carta que había recibido, por desgracia lo era. Se encaminó hacia el portaequipaje y, con un rápido movimiento, removió sus pesadas maletas de donde las había dejado por las últimas horas. Su espalda dolía, una punzada constante que nunca desaparecía, pero el orgullo no le permitía mostrar su dolor en el rostro para los demás pasajeros.
Un mozo con un traje formal abrió la puerta del carrito, y Archie se bajó a la acera y miró alrededor. La estación era lo bastante agradable, había una cafetería, una oficina de tiquetes abierta, una sala de espera, lavabos y una oficina de equipaje perdido, todas las instalaciones que un viajero moderno podía necesitar. Volvió a ver el nombre del pueblo, claro sobre un letrero en blanco y negro, colgado contra una pared de ladrillo rojo de la estación. Fue entonces cuando lo notó por primera vez. Polvo de carbón.
―¿Reverendo Matthews? ―llamó una voz―. Vine a buscarlo.
Archie se giró, tocó su cuello de clérigo por hábito y se preguntó por cuánto tiempo permanecería blanco en este negro y carbonoso pueblo.
Un hombre alto y delgado con una pesada chaqueta y un sombrero plano se encaminó hacia él, con una sonrisa como si supiera alguna broma secreta. Llevaba una gruesa bufanda marrón apretada alrededor del cuello, la cual le daba la apariencia de tener un cuello dos veces más largo de lo normal. Parecía tener unos cincuenta y cinco años, mientras fumaba un cigarrillo.
―Martin Fry ―anunció―. Un placer conocerlo, vicario.
Archie dejó una maleta sobre el suelo de la plataforma con cuidado y le ofreció su mano.
―Hola, señor Fry.
―Oh, llámeme Martin, por favor. ―El hombre rio, tomó la agarradera de la maleta y la levantó―. Vaya, ¿qué tiene aquí, un fregadero?
Archie abrió la boca para hablar, pero parecía como si el Sr. Fry no estuviera esperando una respuesta a su pregunta, ya que ya había empezado a alejarse, sus largos brazos causaban que la maleta rozara el suelo.
―Ahí está el coche, vicario, vamos.
Archie aceleró sus pasos y siguió al jovial hombre hacia el estacionamiento, donde había varios vehículos en fila junto a una cerca. Tosió cuando inhaló la primera bocanada de polvo de carbón, lo que causó que se detuviera por unos segundos. Su interior ardió de una forma que nunca había experimentado antes.
―Ja, se acostumbrará pronto ―anunció Martin Fry, mientras abría el maletero de un Ford Cortina verde brillante con un techo de vinil negro―. Deje su maleta aquí.
Archie hizo lo que le dijo y esperó a que su compañero abriera la puerta del pasajero. En cuanto se subió, no pudo evitar notar lo limpio que estaba el interior. El tablero, los controles, las alfombras y los asientos traseros estaban inmaculados. Había un olor a cera para muebles y el vicario se preguntó si Martin Fry era tan fastidioso sobre su hogar como sobre su carro.
―Bien, entonces, vamos a llevarlo a la vicaría. ―El Sr. Fry sonrió―. Liz le llenó la alacena y está preparando el almuerzo mientras hablamos.
―¿Liz? ―inquirió Archie, preguntándose por qué había alguien en su nuevo hogar.
―Mi esposa, Liz ―aclaró Martin―. Mi mujer es su ama de llaves.
―¿Tengo una ama de llaves?
―Vaya, ¿el obispo suyo no le dijo nada? ―Fue la respuesta.
Mientras el carro aceleraba por el pueblo, Archie Matthews se aferró al borde de su asiento. No quería decirle nada al conductor, pero en secreto tenía miedo por su vida. Cuando se detuvieron de golpe frente a un grupo de semáforos, el alto hombre a su lado se giró para continuar la conversación.
―Entonces, ¿desde dónde tuvo que venir?
Era una pregunta directa, una que incomodaba al vicario, pero apretó sus labios en busca de una respuesta.
―Cuatro horas ―replicó―. Desde el norte.
Martin Fry asintió, intentando mantener su atención en la luz color ámbar mientras observaba el sólido cuerpo de Archie.
―Es un buen lugar para vivir ―declaró―. Está lleno de personas honestas y trabajadoras.
―Eso es prometedor ―contestó Archie, mirando a los pueblerinos recorrer las calles mientras estaba inmóvil frente a las luces―. ¿Y todos los residentes van a la iglesia?
Martin Fry cambió la marcha en cuanto la luz verde empezó a brillar con una amplia sonrisa en su rostro.
―Eso diría yo ―estableció con una risa―. Estará bastante ocupado, sin duda.
Archie no sabía qué decir después de eso, por lo que se recostó contra su asiento, permitiendo que su escolta se encargara de la conversación, papel con el que parecía feliz. Martin Fry era un hombre hospitalario e indicaba los principales lugares de interés mientras conducía su automóvil por las ocupadas calles. Aunque la información era útil, Archie se concentró en cómo llegar a su destino, donde esperaba poder conseguir un baño caliente, luego de identificar el consultorio del médico, la biblioteca, el supermercado y el parque. Pensó con remordimiento en su último hogar, una pequeña y moderna vicaría con todas las necesidades, donde había logrado vivir con comodidad en silencioso aislamiento. Esperaba que su nueva residencia presentara todas las comodidades.
Aceleraron frente a una amplia entrada, donde los enormes ejes de una mina de carbón permanecían fríos e inmóviles.
―¿Ve la cumbre de esa colina, ahí arriba? ―preguntó Martin Fry, sacando al vicario de sus pensamientos―. Bueno, vamos hacia ahí.
Archie podía ver la aguja de la iglesia y la extensión del cementerio más allá. Se veía espeluznante.
―Claro ―logró balbucear―. Parece un edificio bastante grande.
Mientras se acercaban a la iglesia, el vicario quedó aturdido por la grandeza del lugar. Era obvio que era normando, pensó, con una torre rectangular y gárgolas decorando cada esquina del edificio principal. Había dos entradas, notó, mientras conducían frente a la entrada principal y giraban por un camino lateral para revelar una más pequeña rodeada por tejos.
―Llegamos ―anunció Martin Fry, interrumpiendo los pensamientos del clérigo―. Bienvenido a su nuevo hogar, vicario.
Archie estaba tan ocupado asimilando la iglesia y el terreno que no había notado otro par de puertas de madera al lado opuesto del camino. Al otro lado, mientras el Sr. Fry maniobrara el auto hacia el camino de grava, un enorme edificio de piedra apareció a la vista. Él pudo ver por la expresión en el rostro del vicario que esto no era lo que estaba esperando.
―Yo llevaré sus maletas mientras revisa el lugar ―ofreció, dejando a Archie para que se bajara del carro y se dirigiera al capó por cuenta propia, donde se quedó observando maravillado por un rato. La vicaría era enorme, con al menos siete dormitorios, tal vez más, y según la cantidad de ventanas en el frente de la casa, Archie supo que andaría desconcertado por el interior como un huérfano abandonado. Bajó su mirada a sus manos desnudas, las cuales empezaban a tornarse azules.
―Se va a morir ahí afuera, vicario ―llamó una voz de mujer desde la puerta de entrada―. Venga adentro.
Archie Matthews obedeció y se puso en marcha sobre las crujientes rocas hasta llegar a la puerta de paneles oscuros. Seguía preguntándose qué hacía aquí, en este lugar, con estas personas.
―Es un placer conocerlo, Reverendo Matthews ―exclamó la mujer―. Soy Elizabeth Fry.
―Hola, señora Fry ―replicó Archie―, no sabía que el Obispo había conseguido, ah, ayuda.
La mujer resopló como si estuviera lista para encargarse de la situación y explicó lo que hacía con rapidez.
―Llevo aquí treinta años ―empezó―. Limpié, cociné y lavé para los últimos dos vicarios, sin quejarme. Estaré aquí de nueve a cuatro, todos los días, excepto los domingos, claro. Necesito la tarde del sábado libre cada dos semanas para visitar a mi hermana, pero estoy segura de que eso no será un problema, ¿cierto, Reverendo?
Archie negó con la cabeza y entró.
―No, no será ningún problema, señora Fry.
El pasillo de entrada era tan increíble como el exterior del edificio. Un suelo de parqué se extendía por toda la estancia, con un largo corredor que llevaba a la izquierda, mientras que a la derecha había una escalera de roble que desaparecía el piso superior hacia las numerosas habitaciones arriba. Archie inhaló.
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