Génesis Alienígena (Los Ángeles del Edén Libro 1) - Gary Beene
Traducido por Nerio Bracho
Génesis Alienígena (Los Ángeles del Edén Libro 1) - Gary Beene
Extracto del libro
Ramuell no sabía cuánto tiempo llevaba tumbado en el suelo de la cueva. Se sentía vacío, le dolía el pecho y no podía o no quería moverse. Poco a poco se dio cuenta de los silenciosos crujidos en otras partes de la cueva. No era el único superviviente. Se sumió en un sueño agitado, atormentado por los horrores que la gente de Domhan-Siol había conocido en el planeta Ghrain-3.
Un destello cegador y un rugido ensordecedor habían roto la madrugada. Todo lo que yacía suelto en el suelo del cañón fue absorbido violentamente por el aire. Nubes asfixiantes de tierra, piedras y ceniza hirvieron hacia el cielo. Los toldos de los portales frente a cada cueva habitada fueron arrancados de sus anclajes. Al instante, los pilares se hicieron añicos mientras se arremolinaban hacia el borde del cañón y los escombros voladores ardieron espontáneamente al llegar a las crestas.
Las personas y los animales que se encontraban fuera de las cuevas también fueron arrastrados por la vorágine. Todos los cuervos que se posaban en los árboles cercanos desaparecieron. Los niños pequeños fueron expulsados de las cuevas como si se tratara de un viento huracanado. Las personas con suficiente fuerza se anclaron en el interior aferrándose a rocas, raíces o estructuras de troncos encajadas en las grietas de las paredes.
Después de esos primeros segundos, los jadeos de Ramuell no pudieron llenar sus pulmones. Se dio cuenta de que el oxígeno se quemaba tan rápidamente a varios cientos de metros de altura que se estaba asfixiando. Esta comprensión intensificó su terror, y ese miedo se convirtió en pavor cuando la última imagen que vio antes de perder el conocimiento fue la de Dahl tambaleándose por la cueva, con la sangre rezumando por las orejas.
La siguiente vez que Ramuell se removió, alguien le ofreció agua de una bota de tripa. Tenía los ojos llenos de mucosidad y ceniza. Abrió los párpados con los dedos y fue consciente de una luz amarillenta que se filtraba desde la boca de la cueva. Se arrastró hasta la entrada y vio que los miles de árboles del suelo del cañón no eran más que tocones humeantes. La ceniza que caía lo cubría todo con varios centímetros de muerte gris. Bajó la cabeza y tuvo una arcada.
Podía oír gemidos y voces procedentes de las cuevas cercanas. Cuando una mujer gritó, Ramuell oyó que la gente se apresuraba a entrar en sus viviendas. Gritó: ─Permanezcan en sus cuevas hasta que el cielo deje de caer─. Sabía que respirar gran parte de la ceniza causaría seguramente enfermedades o, peor aún, podría ser radiactiva.
De pie, justo dentro de la boca de la cueva, Shiya empezó a pasar lista a los miembros del Clan del Cuervo: quién estaba herido, la gravedad de las lesiones y quién estaba ileso. Mediante un proceso de eliminación, calculó quiénes del Clan estaban desaparecidos, muertos o quizás todavía inconscientes. También preguntó por las reservas de comida y agua. Cuando completó el inventario, Ramuell se las arregló para sentarse con la espalda apoyada en una roca.
El pequeño Busasta sorprendió a Ramuell subiéndose a su regazo. Este cogió al pequeño en brazos y comenzó a llorar. Busasta no era hijo ni nieto de Ramuell, pero quería a este niño más allá de toda razón. Hacía tiempo que los viajeros Domhanianos se habían dado cuenta de que sus sentimientos por los indígenas del planeta eran, de hecho, un fenómeno ajeno a la razón, que esos sentimientos eran el producto de un misterioso tipo de experiencia extrasensorial.
Shiya se sentó junto a Ramuell. ─Dahl ha muerto─, dijo mientras jugaba a las palmas con Busasta, que se había retorcido hasta sentarse en el regazo de Ramuell. Shiya comenzó a recitar meticulosamente la información del pase de lista. Catorce personas del clan no habían respondido a sus llamadas. Tres de las cuevas no tenían agua potable. Era imposible saber si había reservas de alimentos , dado que no se sabía cuánto tiempo podría durar su aislamiento, cuánto tiempo caería la ceniza.
Tras hacer acopio de ingenio, Ramuell se levantó y se dirigió a su hueco en el fondo de la cueva. Desenterró un baúl impermeable. La gente del Clan sabía del baúl enterrado bajo sus pieles para dormir. Era objeto de un temor supersticioso, que Ramuell no hizo nada por disipar. Por primera vez en más de una década, se quitó el traje de vuelo tejido con fibras metálicas. Aunque no era tan seguro como un traje de materiales peligrosos, sería mejor que llevar sólo la ropa de cuero de los sapiens en la caída de la ceniza. También llevaba gafas y un respirador.
Al darse cuenta de que este atuendo asustaría a la ya traumatizada gente del clan, Ramuell se puso el traje de vuelo ajustado bajo su ropa de cuero. Se quitaría el casco inmediatamente después de entrar en cada cueva.
Cada caverna daba cobijo a entre tres y nueve personas, dependiendo del tamaño, la accesibilidad y las características. Ramuell había compartido una cueva con el anciano del Clan, Dahl, Sinepo, su hombre Maponus, y su hijo Busasta. Shiya, la huérfana que había crecido hasta convertirse en la hembra alfa del clan, también vivía en la cueva compartida.
Afortunadamente, Shiya y Ramuell habían repuesto el suministro de agua de su grupo la tarde anterior. Tenían tres estómagos de búfalo llenos, así como cuatro botas que contenían unos tres litros cada una.
Tomando las bolsas de bota, Ramuell corrió de cueva en cueva para suministrar agua y seguir evaluando la situación. No sabía qué esperar y no estaba preparado para lo que encontró.
Tres cuerpos yacían frente a una cueva. Debieron entrar en pánico y salir corriendo al intenso calor segundos después de la explosión. Las puntas de los dedos de los pies y de las manos se habían incendiado y el fuego se extendía por los brazos y las piernas. Un líquido rosado rezumaba de las extremidades chamuscadas y se acumulaba en el suelo. Ramuell estaba horrorizado y únicamente podía esperar que hubieran perdido el conocimiento inmediatamente; era probable que hubiera pasado al menos media hora antes de que la muerte les reclamara definitivamente.
En el interior, Ramuell encontró a otras seis personas. Dos estaban inconscientes. El calor extremo había calcinado sus cuerpos. Las ampollas se habían reventado y la piel colgaba de sus rostros, pechos y piernas como el musgo que se aferra a los árboles. A estos dos les quedaban pocas horas de vida. Las otras cuatro personas no tenían lesiones físicas, pero estaban tan traumatizadas que no respondían.
En la última cueva, Ramuell encontró a Anbron con su hija en el regazo. Las láminas de piel se desprendían del cuerpo de la niña. Anbron había quedado inconsciente y al despertar se dio cuenta de que el bebé había desaparecido. Presa del pánico, salió corriendo descalza de la cueva y encontró el cuerpo roto y quemado de su hija al pie del saliente de la roca, unos cuatro metros más abajo.
Ramuell pudo comprobar que la niña llevaba varias horas muerta. Tomó con cautela la mano de Anbron y la tocó en la carótida de su bebé. Mientras las lágrimas salían de los ojos de Anbron, esta exhaló un gemido de desesperación y le entregó el cadáver. Ramuell llevó al bebé mutilado a la caverna de la cripta. Regresó y llevó a Anbron, con los pies quemados, a la cueva de su hermana.
Al regresar a su propia cueva, se despojó de la ropa holgada del clan con bastante facilidad, pero al intentar quitarse el traje de vuelo le temblaban tanto las manos que no podía agarrar el tirador de la cremallera. Había ciertas convenciones sobre la vigilancia de una persona en sus aposentos «privados» dentro de una cueva compartida. Sin embargo, por preocupación, Shiya observaba los esfuerzos de Ramuell. Aunque nunca había visto una cremallera y no podía imaginar semejante dispositivo, se acercó y, tras una breve inspección, agarró la lengüeta del tirador y bajó la cremallera del traje desde el cuello hasta la entrepierna. Cuando Ramuell la miró con asombro, vio que no estaba mirando la cremallera. Shiya le miraba directamente a los ojos. Le cogió la mano y la apretó suavemente contra su vientre en gestación.
La mantuvo allí mientras Ramuell describía lo que había encontrado en las cuevas. Creía que la mayoría de los heridos del clan sobrevivirían, al menos durante un tiempo. Por supuesto, no tenía forma de explicar que si la ceniza que caía era radiactiva ninguno de ellos estaría vivo en un mes. Madam Curie estaba todavía decenas de miles de años en el futuro de Shiya.
Ramuell había fijado su residencia con los sapiens del Clan de los Cuervos tras su expulsión de la Misión Expedicionaria de Ghrain-3. El Clan habitaba en un grupo de cuevas metidas en acantilados de piedra caliza cerca del fondo de un profundo cañón. Un río fiable fluía casi hacia el este a través de esta sección del cañón. Los habitantes del clan recogían frutas, nueces, raíces y legumbres que crecían cerca de la orilla del río. Cazaban y recolectaban la mayor parte de la carne que consumían y complementaban su ingesta de proteínas con pescado, insectos, larvas y gusanos.
El hogar del Clan en el cañón era impresionantemente hermoso. Había sido un buen hogar, aunque la gente del clan carecía de muchas cosas. Pasarían miles de años antes de que la gente de este planeta contemplara siquiera cuáles podrían ser esas cosas. Carecían de cualquier conocimiento de la teoría de los gérmenes. Todavía no habían conceptualizado las herramientas necesarias para la agricultura. La medicina era un matrimonio entre la superstición y los remedios herbales. La muerte temprana era un hecho de la vida que la gente simplemente aceptaba. No conocían nada mejor. La vida era difícil, pero era la única que el Clan conocía o podía comprender.
Ramuell había sido el líder de un grupo de doce científicos Domhanianos encargados de estudiar la especie sapiens. Anticipándose a su exilio por el Gran Maestro Elyon, el grupo había «liberado» y repartido un alijo de equipos, armas y suministros de la estación en órbita. Ramuell había enterrado su parte del material en cajas impermeables bajo enormes rocas en un cañón lateral a pocos kilómetros río abajo de las viviendas del acantilado.
Mientras estaba tumbado en su cama de pieles, con las imágenes de sus amigos horriblemente quemados jugando de un lado a otro en su mente, contempló el siguiente movimiento. Si la lluvia radiactiva procedía de un dispositivo termonuclear, recuperar su detector de partículas radiactivas sería una marcha fúnebre. Sin embargo, en su recorrido por las cuevas no había visto ningún síntoma de síndrome de radiación agudo. Tal vez un viaje hacia el almacén de suministros sería seguro.
Si el Baluarte Serefim o los Beag-Liath habían detonado un artefacto con bajos rendimientos de radiactividad, cuanto antes partiera el clan, mayores serían sus posibilidades de supervivencia. Aunque no hubiera restos radiactivos en la lluvia radiactiva, el tremendo volumen de ceniza estaba contaminando el río, matando a los peces y envenenando el suelo. Dada la cantidad de calor que habían experimentado en el fondo del cañón, no había duda de que el bosque había sido diezmado en las mesetas por encima de los bordes del cañón. No habría madera para cocinar, y las inundaciones repentinas rugirían por el suelo cubierto de ceniza y por el cañón cuando el calor de principios de verano derritiera la nieve del invierno.
Mientras Ramuell se sumía en un sueño atormentado, su último pensamiento fue que, ya fuera por la muerte o por el destierro, su paraíso estaba perdido.
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