La Avenida de los Muertos - Brian L. Porter
Traducido por Gloria Cifuentes Dowling
La Avenida de los Muertos - Brian L. Porter
Extracto del libro
Hidalgo del Parral, México, marzo de 2005
-Pues bien, Juan, finalmente ha terminado -dijo el obispo mientras nos alejábamos de la tumba.
-Sí, monseñor, así es. Espero que en la muerte pueda encontrar la paz que no logró tener en estos últimos años -respondí.
El funeral no había tenido gran concurrencia, excepto por el obispo, que había celebrado el servicio, dos hermanas de la misericordia provenientes del seminario y yo.
No hubo una gran ceremonia que destacara el fallecimiento del padre Rodrigo, cuyo nombre había sido pronunciado con mucha reverencia por la gente de Parral, aquellos a quienes había servido tan bien y por tanto tiempo. Ahora, cuando la tarde se extendía ante mí con casi nada en qué ocuparme por el resto del día, mis pensamientos regresaron al recuerdo del hombre que había ayudado a tantos. Rodrigo, el sacerdote de gran corazón, nunca había abandonado a quien lo necesitara, ya fuera una persona sin hogar en busca de un lugar donde dormir o algún alimento, o bien un niño huérfano que necesitara de cuidados y una familia. De hecho, es probable que todos en Parral alguna vez hubiesen oído hablar de Rodrigo y de su labor caritativa, todo lo cual había terminado tan abruptamente unos pocos años atrás.
-¿Cree usted que ahora todos lo han olvidado? -pregunté.
-Somos criaturas volubles, somos humanos, Juan -replicó el obispo-. Todos en esta ciudad conocían las obras y las buenas acciones de Rodrigo, pero el tiempo a veces borra incluso los recuerdos más profundos. Lo mejor es que será recordado por aquellos que realmente lo conocieron y será acogido eternamente por Dios en el cielo.
-Supongo que tiene usted razón, su excelencia -respondí.
El obispo me miró y luego, como recordando algo olvidado durante todos estos años, me habló con una expresión seria en su rostro.
-Por supuesto ya sabes que, ahora que él se ha marchado, te libero de tu promesa, Juan. Puedes hablar de esto con quien quieras.
-Lo sé, pero realmente por ahora no deseo hablar con nadie acerca de Rodrigo, su excelencia.
-Tal vez no ahora, pero quizá algún día -respondió.
Entonces me cogió del brazo y nos miramos uno al otro durante un instante, como si compartiéramos recuerdos. Luego estrechamos nuestras manos, al tiempo que sentí que esta sería la última vez que me reuniría con monseñor Armando Entierro.
-Ve en paz, hijo mío, y que Dios te acompañe -dijo el obispo cuando nos separamos.
Yo simplemente asentí con un gesto a modo de respuesta; no podía encontrar las palabras precisas. El secreto que habíamos compartido durante tanto tiempo permanecería enterrado junto con Rodrigo en aquel pequeño cementerio de Hidalgo del Parral. Yo deseaba que así fuera.
Hidalgo del Parral, conocido simplemente como Parral, es una pequeña ciudad minera del sur de Chihuahua, en México, famosa tanto por su tradición minera como por tratarse del lugar donde fue asesinado el famoso revolucionario Pancho Villa. Ha sido mi hogar desde que nací y he servido en su cuerpo de policía durante toda mi vida adulta, aunque mi ascenso en el escalafón parece haberse estancado en el rango de capitán, el que ostento desde hace ya quince años. Soy bueno en mi trabajo, al menos eso creo, y mis superiores parecen respetarme y valorar mi contribución a mantener la ley y el orden en nuestra ciudad. Tal vez mi posición actual en la vida resultará ser la cumbre de mis logros en esta tierra. Si es así, estoy feliz de aceptar mi destino y me siento agradecido por haber tenido la oportunidad de servir al bien público, en cierta medida, durante tanto tiempo. Algunas personas nacen para cosas más grandes, pero, al parecer, yo no, y, de cualquier modo, ¿quién quiere ser comisario de la policía?
Cinco minutos después de abandonar el cementerio, regresé a mi coche que había dejado estacionado en la Plaza del Niño. Mientras buscaba torpemente las llaves para abrir la portezuela, una voz me llamó por mi nombre desde unos pocos metros más allá.
-¡Capitán Morales, debo hablar con usted!
Miré a mi alrededor y la vi avanzando hacia mí: una mujer de cabello oscuro muy hermosa, tuve que admitir, de unos treinta años, vestida de cierta manera formal con traje de falda roja que combinaba con sus zapatos del mismo color de tacones de cinco centímetros y con el inconfundible aroma a “prensa” emanando por cada poro de su cuerpo.
-Lo siento, señora, recién asistí a un funeral y no deseo hablar con usted ni con nadie más en este momento.
-En realidad soy “señorita”, señorita María López y trabajo para el periódico Hoy. Precisamente es del funeral al que acaba de asistir de lo que quiero conversar.
No tenía idea qué quería ella de mí y no estaba de humor para descubrirlo. De pie junto a la puerta abierta de mi coche, intenté deshacerme de ella lo más cortésmente que pude.
-No ahora, por favor, señorita. No tengo tiempo para satisfacer los chismes de gente ociosa ni de charlar acerca de la persona muerta.
-Pero capitán, usted estaba allí cuando sucedió todo. Usted formó parte de la investigación inicial y hay ciertas cosas que necesito saber, cosas que la gente quiere saber.
-Señorita, todo ocurrió hace ya mucho tiempo y el padre Rodrigo ahora está muerto. No hay nada más que discutir respecto a este asunto. No tengo ningún escándalo para que le comunique a sus lectores. Lo siento.
Ella me lanzó una mirada que me atravesó como una flecha y sus siguientes palabras me tomaron por sorpresa.
-Capitán Morales, no estoy aquí por el periódico, estoy aquí por un asunto personal. Hace quince años murieron seis niños y el padre Rodrigo fue encontrado agónico en los terrenos de su iglesia. Nunca se arrestó a alguien ni se hicieron cargos al respecto por la muerte de los niños o por el ataque al sacerdote. Usted tuvo conocimiento de todo lo que sucedió. Yo estaba en Estados Unidos estudiando en UCLA en ese tiempo y regresé a casa cuando encontraron los cuerpos. Capitán, ¡Pablo López era mi hermano!
De eso se trataba. Me sentí atrapado. No iba a resultar fácil dar media vuelta y simplemente alejarme de esta joven tan resuelta, con su traje formal, pero con una indiscutible herencia de sus ancestros aztecas centelleando desafiante por sus ojos. Comprendí que no tenía intención de dejarme ir.
-¿Le gustaría beber un café? -pregunté.
Ella asintió.
-Súbase -dije señalando mi coche.
La joven se sentó junto a mí y su falda se alzó levemente al hacerlo. No podía ayudarla, pero sí admiré el bien torneado par de piernas que lucía cuando, tímidamente, reacomodó el dobladillo de la falda para preservar su recato.
Nos tomó diez minutos cruzar el puente que atraviesa el río Parral e ingresar en la zona norte de la ciudad.
Estacioné el coche cerca de la catedral y escolté a mi pasajera caminando unos pocos metros hasta el bar del Hotel Moreira, donde Pepe Fonseca sirve el mejor café de la ciudad.
Encontré una mesa para nosotros en la esquina menos iluminada del bar y le indiqué que se sentara. La muchacha intentó entrar de lleno en la conversación, pero yo levanté mi mano y comprendió que debía esperar hasta que sirvieran los cafés.
-De acuerdo, señorita, ¿y ahora qué? No estoy del todo seguro de poder ayudarla o de darle lo que usted está buscando, pero, de cualquier manera, dígame de qué se trata.
María López me miró otra vez con aquellos oscuros ojos aztecas y su mirada suplicando con la fuerza de sus ancestros.
-Mi hermano murió, capitán Morales, y yo no sé por qué o quién fue el responsable. Uno de los sacerdotes más importantes de la ciudad que yo haya conocido, casi fue asesinado y luego simplemente desapareció y nadie sabe dónde estuvo o qué sucedió con él después de que fuera atacado. La primera vez que vuelvo a saber de él es cuando mi periódico lanza un comunicado de prensa desde el seminario informando que está muerto e indicando la hora de su funeral, que será privado, sin permitir la presencia de público. ¿Por qué, capitán? ¿Qué sucedió con él? ¿Dónde estuvo el padre Rodrigo todos estos años? ¿Quedó muy desfigurado o mentalmente marcado por lo que le sucedió? ¿Quién asesinó a mi hermano y a esos otros pobres niños? La policía, y yo entiendo que usted era uno de esos responsables, cerró el caso sin levantar cargos en contra de nadie, pero su presencia en el funeral me dice que usted puede saber más que solo un poco acerca de lo que pudo haber ocurrido. ¿No lo entiende, capitán? ¡Tengo que saberlo!
Suspiré profundamente, con algo más que un poco de simpatía por la joven de ojos inocentes y mirada suplicante sentada frente a mí. Mis propios recuerdos me llevaron atrás en el tiempo y, aunque había intentado olvidar la mayor parte de lo sucedido en la iglesia y en sus alrededores, en el fondo sabía que los eventos del pasado no nos abandonarían jamás y comprendí que, al menos, tenía que ofrecerle a ella algo que le ayudara a aliviar su dolor. Tomé una decisión y le hablé tranquilamente respondiendo a su petición.
-Sí, señorita, lo entiendo perfectamente. Intentaré contarle lo que pueda, aunque sucedió hace ya tanto tiempo.
-Quince años, capitán. Yo tenía diecinueve y nunca tuve oportunidad de ver a mi hermano crecer hasta convertirse en el bello joven que habría sido. Dígame lo que sabe, por favor.
-De acuerdo, escuche con atención. No es sencillo, pero haré mi mejor esfuerzo.
Dejé que mi mente retrocediera lentamente en el tiempo todos esos años atrás hasta aquella noche cuando recibí una llamada telefónica de mi jefe diciéndome que fuera al hospital tan pronto como pudiera. El célebre padre Rodrigo había sido encontrado al borde de la muerte a los pies del campanario de su iglesia, la misma desde donde habían desaparecido seis monaguillos del coro en los últimos seis meses. Mi jefe quería respuestas y las quería rápido.
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Hidalgo del Parral, México, julio de 1990
-Soy policía. Estoy aquí para ver al sacerdote -dije casi sin respiración, mientras mostraba rápidamente mi tarjeta de identificación a la enfermera sentada tras el escritorio de la estación de enfermería.
Había conducido a una velocidad vertiginosa cruzando la ciudad, para luego estacionar el coche frente al hospital y subir corriendo cuatro tramos de escaleras hasta la sala de cuidados críticos debido a que el elevador estaba fuera de servicio.
-El padre Rodrigo salió recién de cirugía -respondió la hermana a cargo en ese momento-. El doctor Guerrero está en la oficina al final del pasillo. Quizás debería hablar con él.
-Perfecto, sí, gracias hermana, eso haré -respondí sin aliento, esperando que mis pulmones volvieran a funcionar con normalidad.
Cuando me dirigía por el pasillo hacia la oficina del médico, no pude dejar de notar lo silenciosas que eran mis pisadas sobre el piso del corredor. Nunca antes había reparado en eso, pero deduje que debían construir el piso de esos lugares de tal manera de asegurar el mayor silencio posible para los pacientes. De ningún modo se permitiría el golpeteo de los altos tacones de una mujer sobre estos pisos, pensaba al momento de llamar a la puerta que la hermana me había indicado. Desde el interior, una voz me invitó a entrar.
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