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Reclusorios - Jonathan D. Rosen

Reclusorios - Jonathan D. Rosen

Traducido por Tomas Ibarra

Reclusorios - Jonathan D. Rosen

Extracto del libro

A John Brown le sudaban las palmas. Sus piernas comenzaron a temblar sin control.

            —John, tienes que relajarte. Las cosas van a estar bien —susurró su abogado, Alfredo Gómez—. Debes mantener la compostura. Todo saldrá bien.

            —Lo siento, pero estoy muy nervioso. Haré mi mejor esfuerzo.

            Alfredo le dio unas palmaditas en la espalda. Había estado ejerciendo derecho penal en Miami durante veinticinco años y sabía cómo tranquilizar a sus clientes en situaciones tensas.

            —Dr. Brown. Entiendo que ha aceptado el acuerdo de culpabilidad que le ofreció el fiscal. ¿Es correcto? —preguntó el juez Stewart Decker.

            —Sí, Su Señoría. Eso es correcto.

            El juez Stewart Decker se quitó las gafas.

            —Dr. Brown, ¿le gustaría dirigirse al tribunal?

            —Sí, Su Señoría —dijo John mientras se acercaba al estrado.

            —Su Señoría, reconozco que tengo una adicción a los opioides. Padecí un tremendo dolor de espalda después de mi accidente automovilístico. El médico me recetó oxicodona y me enganché a esa droga altamente adictiva. Confío en que puedo recibir tratamiento y continuar mi trabajo como cardiólogo. He tenido el privilegio de ayudar a salvar vidas de personas y solicito el perdón para que pueda seguir siendo un ciudadano productivo. Pido clemencia —dijo John mientras comenzaba a llorar.

            Alfredo se ajustó la corbata y se puso de pie.

—Su Señoría, nos gustaría llamar a varios testigos.

            Tres de los colegas de John subieron al estrado, uno a la vez, testificaron que John era una persona y un colega maravilloso. Además, el jefe de John en Cardiología y otros dos amigos le dijeron al juez que John era una excelente persona, pero que necesitaba ayuda para vencer su adicción.

—Juez, el Dr. John Brown es un ciudadano destacado —continuó Alfredo—. Ha cometido algunos errores. Sin embargo, estamos seguros de que puede cambiar las cosas y tener un impacto positivo en la sociedad. El Dr. Brown no ha dedicado su vida al crimen. No es un capo de la droga. Es alguien que necesita ayuda. Solicitamos clemencia al tribunal. Gracias, Su Señoría.

            —Gracias —dijo el juez—. Acepto la declaración de culpabilidad. La defensa pide libertad condicional, mientras que la oficina del fiscal del Estado solicita tres años de prisión estatal. Dr. John Brown, por la presente lo declaro culpable de posesión de una sustancia controlada. Dr. Brown, la policía de Miami Dade lo detuvo por exceso de velocidad y conducción imprudente. El informe policial indica que viró bruscamente y casi golpea a otro auto. El oficial encontró docenas de recipientes de oxicodona en su vehículo. Además, admitió haber usado estas píldoras en el trabajo. Dijo que le ayudaron a controlar el dolor de espalda y que no podría realizar su trabajo sin ellas. Este es un precedente peligroso, y quiero hacer de usted un ejemplo. Tenga en cuenta que las pautas de sentencia son, por definición, recomendaciones. Como juez, puedo ir más allá de ellas cuando lo crea apropiado. Así que lo condeno a diez años en la prisión estatal de Florida. Se le multará con setenta mil dólares más las costas judiciales. Finalmente, debe asistir a un tratamiento mientras está encarcelado.

            —¡Diez años! —gritó John—. No soy Pablo Escobar. No soy un capo de la droga. Soy doctor.

            —¡Orden en la corte! ¡Orden en la corte! —exigió el juez.

            Las venas del cuello de John se veían turgentes. Derribó su silla con rabia y se dirigió hacia el juez.

            —¡Es un castigo desmedido! —gritó John—. Será como si hubiera matado a alguien.

            —¡Alguaciles, arrestad a este hombre! —gritó el juez.

            Tres alguaciles con sobrepeso se acercaron apresuradamente y sometieron a John.

            —¡Soltadme! —gritó él—. ¡Esto es ridículo, Su Señoría! Soy cardiólogo, no un narcotraficante. ¡Has arruinado mi vida, imbécil! —gritó mientras el oficial se sentaba sobre él y le colocaba las esposas en las muñecas y los tobillos.

            —He escuchado suficiente. ¡Sacadlo de aquí! Lo declaro en desacato al tribunal, y agregaré otros dos meses a su sentencia.

            Los alguaciles levantaron a John y lo pusieron de pie.

—Tienes que calmarte —vociferó un alguacil.

            —Tim, trae los grilletes para la cintura —instruyó el otro.

            John sintió otra oleada de energía y se abalanzó sobre el juez. Los tres alguaciles lo tiraron al suelo, mientras cuatro alguaciles más entraban corriendo por las puertas de la sala.

            —¡Deja de resistirte! —gritó un alguacil.

—¡Te vamos a electrocutar! —amenazó otro.

            —Agarradlo por las piernas y nosotros lo levantaremos por los brazos —instruyó el alguacil jefe—. Cálmate, John. No hagas esto más difícil de lo que ya es.

John gritaba mientras los alguaciles lo escoltaban fuera de la sala del tribunal y hacia la cárcel del condado, que estaba conectada con el juzgado.

            —Bueno, damas y caballeros, se levanta la sesión del tribunal —dijo el juez Decker.

            —Todos de pie —ordenó el alguacil.

            Mientras el juez regresaba a su despacho, Alfredo se acercó a Franco Rubén, el fiscal estatal adjunto.

            —¿Qué carajo, Franco? Teníamos un trato. El juez le acaba de dar a mi cliente una sentencia irracional. No mató ni violó a nadie.

            —Honestamente, no tengo idea de lo que acaba de pasar.

            —Es una locura. ¿A esto le llama justicia? El objetivo de un acuerdo con la fiscalía es que aceptas la culpa y tratas de obtener un mejor trato. ¿Acaso no te lo enseñaron en la facultad de derecho? ¿O asististe a la universidad de payasos?

            —No menosprecies a la universidad de payasos —dijo el fiscal con una sonrisa—. Sabes bien que estadísticamente, es más difícil ingresar ahí que a Harvard.

—Miami está lleno de delincuentes, y acabamos de enviar a un cardiólogo educado en la Ivy League tras las rejas por una década. Nuestro sistema de justicia penal es una basura.

Alfredo miró hacia la puerta del juez.

—Voy a apelar esta sentencia. Este es un castigo extraño y cruel. ¿Será que el juez conoce la octava enmienda?

            —Entiendo tu frustración, Alfredo, de verdad. Pero yo no tomé la decisión. Extraoficialmente, habría quedado satisfecho con la libertad condicional. Habría sido otra victoria para mí, ya que puedo registrar otra declaración de culpabilidad. El nuevo fiscal estatal nos insiste en que necesitamos aumentar nuestras tasas de condenas.

            —Iré con los medios —amenazó Alfredo—. Haré de esto una noticia nacional.

            —Adelante, pero sabes tan bien como yo que hay miles de estas historias en el sistema de justicia penal. ¿Has oído hablar del tipo que fue condenado a cadena perpetua por robar un trozo de pizza? Agradécele a Bill Clinton y a la ley de 1994. Tienes un caso perdido. La gente no se va a indignar por un médico acaudalado que ingería píldoras todas las semanas.

            —Y te preguntas por qué la gente detesta el sistema de justicia penal. No te preocupes Franco, puedes anotar esto como una victoria para ti. En unos años dejarás este terrible trabajo y podrás convertirte en juez. Disfrutarás presidiendo un tribunal competente para conocer infracciones de tránsito. Hay muchos problemas constitucionales que surgen cuando se trata de multas de estacionamiento.

            —Al diablo contigo —bufó Franco.

            —¡Lo siento amigo, pero estoy tan enfadado! John es un gran tipo, y no entiendo lo que acaba de pasar.

            El fiscal se volvió hacia Alfredo y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Buena suerte. Mantenme al tanto.

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