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Sucia Oscuridad - Martin Mulligan, Jack D. McLean

Sucia Oscuridad - Martin Mulligan, Jack D. McLean

Traducido por Ana Zambrano

Sucia Oscuridad - Martin Mulligan, Jack D. McLean

Extracto del libro

Nos casamos en México y me dejó seis semanas después.

Lo amaba, estaba locamente enamorada de él.

Pero se necesita algo de contexto para todo esto.

Cuando nos conocimos, yo estudiaba filosofía en St. Edmund Hall, el colegio más antiguo de Oxford, y se me auguraba un primer puesto.

Adam irrumpió en mi vida y fue como si un piano hubiera caído sobre mí, «con todas sus melodías», esa fue su frase cuando compartí la imagen con él.

Era piloto de carreras e ingeniero, y pilotaba su propio avión privado, viajando regularmente a la Guayana Francesa, donde supervisaba un programa de satélites de comunicaciones para una empresa internacional con una gran participación del gobierno francés. Demasiados satélites aterrizaban en el mar o explotaban en la estratosfera. Su trabajo consistía en volver a encarrilar el programa. Había desarrollado un software especializado que, según él, revolucionaría la industria de las comunicaciones por satélite, y que utilizó con éxito en ese contrato.

Guapo, encantador y con éxito, lo tenía todo a su favor, incluida yo, durante esas locas semanas que pasamos juntos.

Luego todo terminó tan repentinamente como había comenzado. Ni siquiera se despidió. Sólo dejó una nota en nuestra habitación de hotel. La encontré cuando volví de un chapuzón en la piscina.

«Querida Jessica,

Lo he pasado muy bien contigo pero lo siento, el matrimonio no es para mí.

Todavía te quiero. Pero con el más profundo arrepentimiento doy por terminada nuestra relación.

Por favor, no pienses mal de mí.

Con amor,

Adam».

Me estremecí al leer esas palabras y me apresuré a ir al armario para comprobar si su ropa seguía allí. No estaba. Incluso sus artículos de tocador habían desaparecido del cuarto de baño. Cuando comprobé que todo rastro físico de él había desaparecido, me convertí en una histérica sollozante.

Cuando me recuperé lo suficiente como para hacer la maleta, reservé un vuelo de vuelta a casa y pedí al hotel un taxi para ir al aeropuerto. Mientras esperaba en la recepción, se me acercó un hombre americano de mediana edad. Era evidente que tenía dinero: sólo su reloj debía costar más de lo que yo ganaba en un mes. Las comisuras de su boca apuntaban hacia el suelo como si no pudieran resistir la atracción de la gravedad.

─Tú debes ser Jessica─, dijo.

─¿Y qué si lo soy? ¿Qué te importa a ti? ─ No estaba de humor para socializar.

─Tu marido acaba de huir con mi mujer.

Me enseñó una fotografía de una joven despampanante al menos veinte años menor que él.

Así que, pensé para mí, la nota de Adam era una mentira. No es que el matrimonio no sea para él. Encontró a alguien más y no pudo mantener su pene en sus pantalones. Es así de simple.

El taxi llegó justo cuando levantaba la vista de la foto de la mujer con la que mi marido se había escapado, evitándome el calvario de seguir interactuando con su agraviado marido.

─Lo siento, tengo que irme.

Recogiendo mis maletas salí con la poca dignidad que pude reunir.

Durante mucho tiempo después de eso fui un manojo de nervios. Había renunciado a todo para estar con Adam. El futuro que había planeado para mí, para los dos, me había sido arrebatado cruelmente.

La realidad era tan difícil de afrontar que acudí a un médico que me recetó pastillas para ayudarme a sobrellevarla. Eran más efectivas si se tomaban con grandes cantidades de alcohol.

De vez en cuando leía una noticia en un periódico sobre cómo crecía el imperio empresarial de Adam, o veía una foto en Instagram de él con una u otra de sus muchas novias despampanantes. Verle disfrutar de la compañía de tantas compañeras núbiles era la más exquisita tortura para mí.

Más pastillas y bebida.

A raíz de mi crisis nerviosa, no pude tener una relación durante mucho tiempo. Cuando finalmente volví a tener citas, para mi sorpresa, fue una mujer la que me robó el corazón. Tal vez siempre fui lesbiana; o posiblemente fue una reacción a haber sido tan brutalmente traicionada por un hombre.

En algún momento, con la ayuda de mi nueva compañera, salí de mi neblina de alcohol y pastillas, me levanté del suelo y empecé a pensar con claridad.

Una simple ecuación se formó en mi mente: él me había quitado mi futuro. Me lo debía.

Podría haber tenido una carrera prometedora si no hubiera sido por Adam. Por su culpa había abandonado mi carrera, que habría sido la clave de todo, y luego había pasado dos años en un estado de casi inconsciencia, debido a su traición.

Era la hora de la venganza. Adam era extremadamente rico. Había heredado mucho dinero, además de que ganaba mucho. Podía permitirse el lujo de compensarme por los males que me había causado. Generosamente.

Acudí a un abogado y le pedí que organizara mi divorcio y se asegurara de que recibiera una gran indemnización.

Fue entonces cuando me enteré de lo verdaderamente retorcido que había sido Adam.

Los tipos ricos como él suelen insistir en acuerdos prenupciales para proteger sus fortunas. Él no lo había hecho. En lugar de eso, nos casó en una ceremonia que no fue reconocida legalmente en ningún otro lugar que no fuera el remoto pueblo mexicano donde se celebró.

Evidentemente, había estado planeando el futuro, pensando que si alguien le hacía dar vueltas la cabeza en algún momento podría salir de nuestra relación tan fácilmente como había entrado en ella.

Y el astuto bastardo me había dejado a la deriva. Arruinó mi vida.

De alguna manera, me las arreglé para reciclarme en informática y, con mucho esfuerzo, durante varios años, me convertí en experta en seguridad de Internet para una empresa con sede en Los Ángeles, aunque seguí viviendo en los condados.

Ocho años después de que Adam y yo nos separáramos, estuve en México,el lugar me traía malos recuerdos, pero eso no me impidió iral mismo tiempo que él. Yo estaba en un viaje de negocios y él estaba allí porque, bueno, estaba siendo Adam.

Le vi pero él no me vio. Tuve la tentación de presentarme, pero no lo hice. Me limité a mantener la distancia. Entró en un hotel y le seguí discretamente, observando cómo pedía una copa en el bar. Sabía que iría allí. Era su lugar favorito. El lugar estaba mal iluminado, tenía una alfombra gruesa, paredes de mármol y atendía a los más vulgares de la élite adinerada. Los Adams de este mundo.

Me colé en un rincón oscuro. Un camarero se deslizó hacia mí y pedí un martini seco en voz baja.

En la barra, a Adam le dieron su bebida, un gin-tonic. Había una chica en un taburete, a un metro de él, bebiendo un cóctel exótico. Llevaba un vestido de seda blanco ajustado y le quedaba bien bien, con el pelo negro cayendo en cascada sobre los hombros color miel. Miró hacia Adam y le dedicó una tímida sonrisa. Un evidente coqueteo.

Sabía, por experiencia personal y dolorosa, que Adam rara vez dudaba cuando se le dedicaba una sonrisa así.

Inmediatamente entabló una conversación con la chica. Tomaron un par de copas juntos y se fueron. No les seguí, suponiendo que habían ido a pasar la noche y que irían a su suite más tarde. O tal vez irían directamente a su habitación.

Terminé mi bebida y me fui a mi propio hotel.

La tarde siguiente terminó mi viaje de negocios, así que tomé un vuelo a casa. Tras aterrizar en Heathrow cogí el expreso al centro de Londres y me dirigí a una habitación que había reservado en el hotel Double Tree. No llevaba más de cinco minutos allí cuando llamaron a la puerta.

─Adelante, dije.

Entró una joven despampanante. La chica con la que había visto a Adam en México. Mi pareja. Había estado dispuesta a sacrificar algunos de sus principios para ayudarme. Su ayuda me había permitido acceder al portátil de Adam durante el tiempo suficiente para extraer información vital sobre sus empresas y finanzas.

Sus cuentas bancarias supusieron una decente inyección inmediata a mi saldo bancario, a través de un dudoso rastro mundial de transacciones que despistaría cualquier investigación.

Estoy vendiendo sus secretos comerciales a través de la web oscura, señal de que van a venderse por un precio muy alto.

Pobre viejo Adam. No creo que le haya dejado suficiente dinero listo ni siquiera para pagar un vuelo a casa. Tendrá que conseguir algo de dinero vendiendo acciones de sus empresas.

Pero más vale que lo haga rápido, ya que su valor caerá más rápido que la Burbuja del Mar del Sur cuando se sepa que todos sus competidores conocen sus secretos comerciales.

Estoy planeando unas vacaciones con mi preciosa pareja. Una luna de miel. Nos acabamos de casar por todo lo alto. Quizá vayamos a México y nos alojemos en un hotel caro.

Muñequita - Lori Beasley Bradley

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Invitaciones de muerte en oro - Rachel Bross

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